15 de diciembre de 2010

TARDE DE UN SOLO DIA




No es más que otra de esas tardes de verano, en las que la mayor ocupación es aburrirme por no tener nada que ver, ni hacer.

Estar sentado en una piedra, con los pies juntos y la mente volando al centro del hormiguero que miro, nunca deja de ser diversión.
Filas y filas de pequeñas soldados, recolectoras, expedicionarias, avistadoras o extraviadas, gordas y cabezonas o minúsculas con pequeñas patitas, mueren por igual bajo la suela y uno siente que tiene el poder de la vida y de la muerte, del perdón, de la venganza, de la justicia…

O del desinterés absoluto, al cabo de un rato.

Se termina esa diversión cuando se mira a otra cosa.

Mis nuevos pantalones cortos y lisos contrastan con unas rodillas largas y llenas de cicatrices, unas piernas peludas metidas sin calcetines en las viejas zapatillas de ir en bici,- de ahí las cicatrices - y la camiseta como siempre, arrugada y en volandas atada a la cintura.

Así es el uniforme de verano, en esas tardes en los que todos sestean menos yo, que ando trasteando a la zaga de lagartijas, alacranes o en el mejor de los casos, algún nido de pájaros.

Aún es pronto para atrapar murciélagos con caña y los renacuajos están demasiado lejos, nadando con sus apretados y negros trajes de buzo en el interior de sus verdes balsas.
Un avispero es una solución para matar el rato, pero es una incomoda solución;

No siempre sale uno ni rápido, ni bien.

Desde que traje el rifle, mi flamante Gamo 68, me he convertido en un cuatrero de las colinas y de los montecillos – y ahora si, en el terror personificado de los avisperos - .
Pero más allá, en la parte de atrás de la casa, donde la montaña sube como un ardor en el estomago, es tan difícil llegar que se quedará, por siempre, como zona virgen a mis escarceos milicianos.

Un misterio perpetuo esa ladera repleta de zarzas.

A veces, influenciado por el nerviosismo previo a la caza – mejor dicho:
de la persecución y la espera pajaril - ni pego ojo, y cuando las estrellas se cambian de nombre a luceros, con ese azul del cielo que ni es aún azul, ni es aún cielo, salgo por la puerta con el rifle abierto bajo el brazo y la boca cerrada llena de plomos;
Y cierro despacio para no dar portazo y despertar a alguien que me diga:
“¿Donde vas tú a estas horas?”.

Salgo rápido y silencioso, con el latido en los pies y alas en el corazón.

En agosto, la fresca de la mañana en el monte, nada más salir de la casa, es indescriptible.
Parece querer decirme: “Respira, respira este aire ahora, con olor a jazmín, a romero y a tierra húmeda, que la tarde ya se encargará del perro muerto y del poniente”.

Y lo respiro con avaricia, porque sé que solo son unos instantes de magia, hasta que mi olfato se acostumbre al exterior.
Cuando ya no se aprecia el aroma, ya estoy lejos y el cielo ya es azul y los luceros… bueno, ahora ya no quedan luceros.

Al rato, el sol que acaba de salir se empeña con fuerza en ser todo lo que miro y empieza a repintarme en la cara las patillas de las gafas;
Cuando subo a casa por la tarde, aunque ya no las llevo puestas, parece que aún están ahí.

Siempre se ríen por eso. Y yo, siempre me río...bueno, casi siempre.

Se guarda el rifle en el armario, se lavan las manos y la cara sucia y se pone uno a merendar hasta que llegue la hora de ir a la piscina, saltando de la bici al bocadillo depositado en el mármol, y del mármol a la bici a perseguir al perro, a la prima, al enemigo imaginario…

Y mientras, entre bocado y bocado, siempre se encuentra un hormiguero donde dejar caer algunas migas…

O un avispero…

Y así todo...no es más que otra de esas tardes de verano, en las que la mayor ocupación es aburrirme por no tener nada que ver, ni hacer.


gm2010



6 de diciembre de 2010

EL RITUAL DE OCTAVIO




05:30

El roñoso despertador sonó exactamente tres veces en la vieja buhardilla.

Octavio alzo el brazo y apago la alarma encontrándola hábilmente en la oscuridad de la habitación.
Aun no había amanecido, pero Octavio acostumbraba a dormirse pronto y a madrugar mucho.

No era por su trabajo, no trabajaba en nada concreto.
Simplemente era su costumbre.
Así había sido siempre desde que podía recordar.

Encendió la luz, apretando la perilla situada en la cabecera de la cama y una sola bombilla, sin lámpara, ilumino la pequeña y pobre estancia.
Esta consistía en una vieja cama donde ahora permanecía sentado mirando sus zapatillas al pie de la misma, una silla de esparto desvencijada, un pequeño armario ropero donde guardaba su escaso vestuario, una palangana con pie y agua limpia, y colgado enfrente de esta, un espejo ovalado con un marco de plástico barato.

Al pie de la silla se encontraba lo más valioso que Octavio poseía:
Una caja de herramientas, repleta de utilería que utilizaba normalmente para sus chapuzas callejeras.

Octavio vivía hacia tres años en la misma pensión y ninguno de los clientes conocía exactamente a que se dedicaba y de que se sustentaba, aunque rozaba ya una edad mediana, pero pagaba religiosamente cada primero de mes, no ocasionaba molestias y su comportamiento era prácticamente ejemplar.

Doña Elvira, la dueña de la pensión “El viajante” no tenia en absoluto queja de él;
Es mas, le agradaba que fuera callado y huraño.
Ella ya estaba mayor para discusiones o problemas y Octavio era prácticamente un fantasma en la pensión.
Nunca trajo una mujer, nunca vino borracho, nunca discutió con nadie…¿que mas se le podría pedir?. Así que Doña Elvira estaba completamente satisfecha de su inquilino..

“ Un Señor, con todas las palabras” se le oyó decir en muchas ocasiones.

05:45

Octavio salió de su habitación, como cada mañana, y se dirigió al final del pasillo donde se encontraba el baño, sosteniendo en sus manos una pulcra y plegada toalla y los enseres para afeitarse. En una hora tan temprana no era habitual cruzarse con ningún otro inquilino y eso le gustaba.
Odiaba tener que esperar en la puerta a que otro saliera.

Entro al baño, abrió y cerró el pestillo por tres veces – una costumbre – y procedió a desnudarse del pijama, dejándolo perfectamente plegado para la noche siguiente y se introdujo en el plato de la ducha.
Siempre se duchaba con agua bien fría que le despejaba y refrescaba, daba igual verano que invierno y aprovechaba para afeitarse allí mismo sin espejo, con movimientos monótonos y certeros, quedando perfectamente rasurado.

06:00

Abrió la puerta de su estancia, ya seco y vestido solo con su albornoz.
Depositó el pijama con esmero en la silla e hizo la cama con rápidos movimientos mecánicos.
Se lavó los dientes en su habitación, utilizando la palangana con agua, mirándose fijamente al espejo.
Siempre pensó que este era un acto demasiado íntimo y asqueroso para hacerlo en el baño que también usaban los demás inquilinos.
Se vistió de calle con su traje marrón, agarró su caja de herramientas y se dirigió,
en silencio, a la cocina.


06:30

Doña Elvira, sabedora de la costumbre madrugadora de Octavio ya estaba cocinando un par de huevos revueltos y dos tostadas. A fin de cuentas, era un buen inquilino y ella dormía pocas horas…y en el alquiler entraba el desayuno.
En el fondo no le importaba madrugar un poco más para complacerle y mantenerle a gusto en la pensión.
“Buenos días Doña Elvira”, “Buen día, Don Octavio” era realmente el único dialogo que mantenían cada mañana.

El desayunaba en silencio y ella prefería no molestarlo.

Doña Elvira le sirvió los huevos y las tostadas en un plato sin cubiertos.
Octavio se inclinaba desde la silla donde estaba sentado en la mesa de la cocina, abría su caja de herramientas y sacaba su propio cuchillo y tenedor.
Doña Elvira deposito un limón encima de la mesa y con una sonrisa fugaz se marcho a las labores del resto de la pensión, dejando a Octavio solo en la cocina.
Este, con su propio cuchillo partió el limón por la mitad y exprimió su jugo en un vaso de agua con azúcar, para acompañar el frugal desayuno.
Recogió el plato y el vaso usado, los fregó y los dejo secándose en el fregadero.
Lavó con esmero su cuchillo y tenedor y los volvió a depositar en la caja de herramientas.

Agarró ésta por su asa de plástico y salió a la calle.

07:15

Caminaba siempre por las mismas calles, efectuando cada mañana el mismo recorrido.

Primero desde la puerta de la pensión a la callejuela de la tienda del mercero y de allí tomaba el desvío hacia la plaza; Después giraba hacia el colegio y en la siguiente esquina entraba en la plazoleta del bar, que rodeaba la iglesia.


07:50

Pensó muchas veces en cambiar el recorrido porque en la puerta del colegio los niños
– esos pequeños diablos – se burlaban de el.
“ Octavio, Octavio, el loco del barrio” le decían gritando con sus vocecillas de pajaritos y corriendo alrededor de el, tocándole y ensuciándole la chaqueta.
El los perseguía hasta alcanzarlos y tocándoles en el hombro les decía:
“tú la llevas“ y entonces los pequeños mocosos se reían y le cantaban la canción mientras iban entrando, como pequeños terremotos, por la puerta del colegio.

En eso consistía el ritual de cada mañana.
Pero el mero hecho de pensar en caminar por otras calles le incomodaba y este, a fin de cuentas, era el recorrido mas corto.

08:30

Al cruzar la plazoleta de la iglesia siempre se encontraba con Álvaro, (el basurero), que después de su turno de noche se desayunaba unos cuantos cafés con coñac en el bar de Paco, antes de irse a dormir.

“Álvaro el borracho” –pensaba siempre que lo veía -.

Tenia la maldita costumbre de dirigirse a Octavio como si éste fuera un retrasado diciéndole invariablemente - “¿Que pasa Octavito, a trabajar a la iglesia? – y dándole un par de cachetes en los mofletes le repetía como siempre – “ Ay! Este Octavito, cuando tendrás un trabajo de verdad, como los hombres…Ya te invitare a un coñac cuando seas mayor” – y riéndose le daba la espalda y se volvía a la puerta del bar, donde Paco le estaban sirviendo el siguiente carajito, riéndole por compromiso la gracia a Álvaro, pero en realidad, Paco sentía pena cuando veía a Octavio.

Y Octavio odiaba a Álvaro, sobre todo por que le tocaba la cara, con esas manos sucias que olían tanto a basura…

Pero en realidad, nunca le contestó nada. Ni media palabra.


09:00

Puntualmente, como cada mañana, llego a la plazoleta de la iglesia y se sentó en el banco que hay justo en la entrada de los portones.
Allí, algunas viejas le daban alguna limosna, otras personas lo llamaban para reparar una tubería, un cerrojo o cualquier otra chapuza que surgiera. Podría decirse que era su oficina al aire libre.
A Octavio le gustaba estar allí, sentado.
Esperando a que lo llamaran a hacer cualquier trabajo a cambio de unas monedas.
Y con las limosnas y esta ocupación, prácticamente se ganaba un dinero todos los días.

A las 13:30, después de la ultima misa Don Cristóbal, el párroco, salía a hablar unos minutos con el y le ofrecía un bocadillo, nunca dinero.

Le preguntaba por como le había ido la jornada, que cuando buscaría un trabajo de verdad ya que era tan hábil con las manos, que si quería ayudarle en misa…pero Octavio era muy parco en palabras y Don Cristóbal se cansaba pronto de este monólogo, ya que prácticamente Octavio contestaba solo con un “si” o un “no”.
A Octavio no le gustaban mucho los curas, pero éste al menos le daba de comer.

Cuando el párroco se marchaba, Octavio miraba un rato a las palomas mientras picoteaban algunas migajas del pan marrón que les había arrojado y echaba una cabezada hasta la tarde, si no es que alguien le reclamaba para algún trabajo.
Guardando celosamente su caja de herramientas bajo los pies solía pensar que era una de aquellas palomas que volaban a su alrededor, hasta que le entraba sueño.

Y entonces, soñaba;

Soñaba que era una paloma, grácil, blanca, pero con una mancha negra en la cabeza, cosa que le hacia pasar mucha vergüenza delante de sus compañeros inmaculados.

Pero al final, le daba igual porque se sentía libre.
Y entonces volaba, muy rápido;

Se marchaba lejos volando sin parar, hasta perderse de vista en la lejanía.

Y después, en su sueño, se transformaba e imaginaba que todas las personas que andaban por la tierra eran palomas negras y él…

…él era una gran nube blanca, que se dirigía apresuradamente a lo más alto del cielo.


18:00

Se despertó sobresaltado cuando una moneda le dio de pleno en el rostro.
Miró a la anciana que se la había arrojado y que se alejaba ranqueando de una pierna. Pensó que no lo hizo a propósito y no se enfadó.
Agarró la moneda de 20 céntimos del suelo y se la guardó en el bolsillo junto con el resto de la calderilla.
Hoy había sido un mal día.

Nadie llamó para trabajar y apenas tenia 15 euros en el bolsillo.
Dio por terminada la jornada, cogió su caja de herramientas y se dispuso a marcharse.

Al ponerse de pie, se dio cuenta de que se había orinado encima y eso le hizo apresurar el paso.
Ciego de vergüenza, rabioso y sin levantar la vista del suelo para no ver a nadie, llego un poco antes de lo habitual a la pensión.

19:15

Octavio tuvo suerte.
Cuando cruzó la puerta no le vio nadie.
Doña Elvira estaba en la cocina de espaldas...
Los demás inquilinos pululaban por sus habitaciones distraídos en sus quehaceres y tampoco lo vieron.

Se encerró en su cuarto aliviado y apestando a orines.
Maldiciendo por su falta de continencia, se quitó el pantalón y la chaqueta.
Los tiró al suelo con rabia.

Ya desnudo, se frotó con la toalla y con el agua de la palangana todo el cuerpo hasta enrojecerse la piel.
Ahora no era momento de ducharse. Habría sido algo completamente inhabitual. No…no era conveniente. No era posible.
Alguien podría verle y preguntarle, y entonces…¿Qué diría? – “Ah, no pasa nada, es que me he meado encima” –

No... No podía ser.

20:00

Aun mojado, se puso el pijama que estaba sobre la silla, se sentó sobre la cama y apago la luz de la perilla.
Estuvo bastantes minutos en silencio, sentado en la oscuridad, como haciéndose un examen de conciencia.
Cualquiera que no lo conociera y pudiera verle en ese momento incluso pensaría que estaba rezando.

Pero no rezaba.

Octavio hacia muchos años que dejó de rezar y de creer en Dios.
Los mismos, que Dios dejó de creer en Octavio.

Se tumbó en la cama y se tapó.
Le llegó cierto olor a orín que le desagradó bastante, pero ahora ya nada se podía hacer.
Cruzó los dedos sobre el pecho y cerró los ojos.
Pronto comenzó a soñar
Se volvió a ver como una paloma…

Pero esta vez, la mancha negra estaba entre las piernas.

*************

05:30

El roñoso despertador sonó exactamente tres veces en la vieja buhardilla.

Octavio alzo el brazo y apago la alarma encontrándola hábilmente en la oscuridad de la habitación.
Encendió la luz, apretando la perilla situada en la cabecera de la cama y una sola bombilla, sin lámpara, ilumino la pequeña y pobre estancia.

Pero Octavio no se levanto enseguida.
Se quedo mirando el techo durante unos minutos y se imaginó que se resquebrajaba, primero, con una pequeña grieta que partía de una esquina. Luego todo el techo era una raja inmensa, que dividía la estancia en dos.
Pero solo se lo imaginaba.
Sonrió, se sentó en la cama, se acopló las zapatillas y se puso en pie.

Miró el despertador…y le dio una patada con todas sus fuerzas, estampándolo contra la pared, convirtiéndolo en un montón de muelles, pilas y plastiquitos fragmentados.

Sonrió de nuevo.


05:45

Octavio salió de su habitación, como cada mañana, y se dirigió al final del pasillo donde se encontraba el baño, sosteniendo en sus manos una pulcra y plegada toalla y los enseres para afeitarse.
Entro al baño, abrió y cerró el pestillo por tres veces – una costumbre – y procedió a desnudarse del pijama tirándolo como un trapo al suelo.
Aun olía a orín.

Abrió el grifo del agua caliente hasta que salió vapor y se introdujo en el plato de la ducha.
Se froto con jabón enérgicamente todo el cuerpo hasta quedar medio escaldado.

Cogió la cuchilla de afeitar y se afeitó.
Pero esta vez, todo.
La cara, el pecho, las piernas, los brazos, el pubis, la cabeza y las cejas.
No dejo en su cuerpo ni rastro de un solo pelo negro.

Cerró el grifo, tiró la cuchilla al suelo, se puso el albornoz y salió del baño.

06:00

Abrió la puerta de su estancia, ya seco y vestido solo con su albornoz.
Se quedó mirándose largo rato en el espejo de su habitación.
Poniéndose de frente, de perfil, mirándose detrás de la cabeza rapada… Y se sonrió.

Abrió su apreciada caja de herramientas que permanecía junto a las patas de la vieja silla y buscó hasta hallar una tenaza. Volvió a mirarse al espejo.
Realmente se gustaba con su nuevo aspecto.

Se llevó la tenaza a la boca y se arrancó los dientes uno a uno, despacio, sin emitir un gemido siquiera.

Cuando acabó con el último diente, con toda la boca ensangrentada y el albornoz empapado en sangre se volvió a mirar al espejo y se sonrió.
Pero esta vez no le gustó su sonrisa.

Decidió no sonreír nunca más.

Tiró el albornoz, como un muñeco roto, encima de la cama aun deshecha.
Se vistió de calle con su traje marrón que apestaba a orines, agarró su caja de herramientas y se dirigió, en silencio, a la cocina.


06:30

Cuando Octavio entró en la cocina Doña Elvira estaba de espaldas, cocinándole el desayuno.
Octavio se sentó en la silla y murmuro un “enos diaz” que salio así de su boca desdentada.
Doña Elvira no se giró, ocupada como estaba y le devolvió el saludo educadamente, pero continuó con su labor.
Ya estaba el desayuno casi listo.

Octavio se inclino hacia su caja de herramientas, a sus pies como cada mañana, pero en vez de buscar su cuchillo y su tenedor, sus manos se aferraron a un martillo enorme con mango de madera y cabeza roma por un lado y saca-clavos por el otro.
Octavio se puso en pie, sin apenas hacer ruido.

En dos pasos estaba detrás de la dueña de la pensión que seguía de espaldas sin percatarse de nada.
Octavio levanto el martillo por encima de su cabeza con todo el brazo estirado y descargó un golpe terrible en la base del cráneo de la mujer, con la parte roma del martillo.
Sonó raro, pensó.
Como cuando se revienta una sandía.

Lo cierto es que, cuando Doña Elvira tocó el suelo con el cuerpo, ya estaba muerta.

Octavio se la quedó mirando largo rato allí de pie, con el martillo chorreando sangre y al tiempo escuchando, por si alguno de los otros inquilinos hacia algún movimiento.
No oyó nada.

Respiró fuertemente por la nariz.
La boca la tenía prácticamente pegada por la sangre coagulada y le costaba tragar.
Pensó que era un mal menor ya que nunca más habría de lavarse los dientes.

Escupió un trozo de sangre y se limpió la boca con la manga de su traje marrón – orín.

Se acercó a su caja de herramientas y guardó el martillo lleno de sangre seca.
Empuño su cuchillo y se lo clavó en el pecho a la ahora fallecida Doña Elvira.
Con dos movimientos certeros la abrió en canal, a la altura del corazón, se lo extrajo con unos pocos y limpios cortes y lo puso sobre la mesa.
Agarró los huevos aun calientes en la sartén y las dos tostadas, se sentó de nuevo en la silla y con el cuchillo que aun mantenía en la otra mano partió el corazón por la mitad…

…y exprimió su jugo en un vaso de agua con azúcar, para acompañar el frugal desayuno.

Recogió el plato y el vaso usado, los fregó y los dejo secándose en el fregadero.
Lavó con esmero su cuchillo y tenedor y los volvió a depositar en la caja de herramientas.
Agarró ésta por su asa de plástico y salió a la calle.


07:15

Octavio recorrió, como cada mañana, las mismas calles que a estas horas estaban casi desiertas.
No se cruzó con nadie y pensó que tenía suerte, ya que su aspecto llamaría mucho la atención.
Y no pensó que fuera por su traje marrón, en el que la sangre seca se disimulaba muy bien, si no por su nuevo corte de pelo al cero.
“Vaya, como se nota ahora el frío”

Paró un instante para abrir la caja y sacar su cuchillo que deslizó y ocultó hábilmente por la manga de la chaqueta.

Se puso la mano en la cabeza y aceleró el paso.

07:50

En la puerta del colegio los niños se arremolinaban jugando al “tú la llevas”.
Pero por un momento todos dejaron de correr en cuanto vieron aparecer calle arriba la figura de Octavio.
Cuando llego a la altura de los niños, estos, que le miraban incrédulos la cabeza rapada que se afanaba en ocultar, comenzaron a gritar de júbilo y a reír.
Lo rodeaban cantando “Octavio, Octavio, el loco del barrio” y “Ahora se ha pelado y parece un atontado”, y le tiraban de la chaqueta mientras cantaban y corrían a su alrededor.
Octavio aceleraba el paso, pero los niños eran como un enjambre rodeando un panal.

Uno de ellos, el que cada mañana le perseguía, le golpeó en el hombro y le dijo “Tú la llevas”.

Octavio reaccionó como un felino desenfundándose el cuchillo con gran presteza de la manga de la chaqueta y le contestó “Te la llevas”, cortándole al niño limpiamente en la cara hasta la altura de la oreja.
Al principio el muchachito no reaccionó y se quedó petrificado en el mismo sitio donde había recibido la estocada, llevándose las manos a la cara.

Al notar que la lengua le salía por la mejilla se dejó caer de rodillas, tapándose con las manos…y comenzó a berrear.

Cuando los otros niños se dieron cuenta de que su amigo estaba sangrando en el suelo Octavio ya estaba por girar la esquina, y un segundo después había desaparecido de su vista.


08:30

Al cruzar la plazoleta de la iglesia Álvaro, ya salía del bar al verlo venir, con pasos ebrios ya a esas horas tan tempranas y a un par de metros de Octavio se detuvo, lo miró fijamente…y rompió en una sonora carcajada.

-“¿Pero, que te has hecho en la cabeza Octavito…?” – le dijo casi con lágrimas en los ojos por la risa. – “¡Chiquillo, si parece que te han rapado en el Cotolengo!” le decía mientras se le acercaba y le miraba la cabeza llena de cortes.

Precisamente, por mirarle a la cabeza, no vio la punta que a Octavio le asomaba entre la mano y la chaqueta.

Pero si la sintió.

Octavio le había apuñalado hasta el mango con tanta fuerza que incluso uno de sus dedos penetraba en el estomago.

– “ Octavito…pero, pero.. ¿Que haces?” – alcanzó a decir mirando incrédulo
como uno de sus intestinos, de un extraño color azul blanquecino, se desbordaba de la profunda herida.
Octavio lo miraba directamente a los ojos y con un rápido y contundente movimiento de brazo, le abrió el corte hasta la altura del pecho.
De golpe, todo lo que Álvaro era por dentro salió al exterior en multitud de colores.

Solo se mantenía en pie por estar sujeto aun del brazo de su asesino.

Octavio miro hacia abajo y vio como las tripas se deslizaban como si tuvieran prisa por salir. Volvió a mirarlo a los ojos, que Álvaro casi tenia ya velados y le dijo con todo el desprecio que pudo: - “Hueles mal… hasta por dentro”-
Y sacó rápidamente el arma del cuerpo de Álvaro, que cayó inmediatamente al suelo como fulminado por un rayo.

Paco miraba espantado desde la barra lo sucedido.
Octavio también lo miró.

El camarero salio pausadamente de la barra sin quitar ojo a Octavio, que seguía mirándolo con el cuchillo en la mano mientras Álvaro yacía muerto al lado de sus pies.
Paco se acerco a la puerta del establecimiento, cerró muy despacio con llave y se quedo mirándolo, sin hacer ni un solo gesto, parapetado detrás del cristal.

Paco le gustaba. Era un buen hombre.
Octavio quiso saludarlo con una sonrisa, pero no pudo por la inflamación de boca y labios y en su cara solo se reflejó una mueca.

Quizás, volviera después al bar, Ya le explicaría entonces.
Seguro que lo entendería.

Escondió de nuevo el cuchillo dentro de la manga y se dio la vuelta.

En el suelo Álvaro ya no era Álvaro y junto a el se quedó la caja de herramientas de Octavio; Tan inmóvil como Álvaro.
Tan vacía de vida sin su dueño, como lo estaba ahora el puto basurero.

Comenzó a andar despacio, casi arrastrando los pies, hacia la iglesia.

A lo lejos, se oían unas sirenas.


09:00

Puntualmente, como cada mañana, Octavio llego a la plazoleta de la iglesia y se sentó en el banco que hay justo en la entrada de los portones.
Estaba muy cansado y estiró las piernas.
Hoy no había viejecitas limosneras. Bueno, si las habían, pero a lo lejos.

Distinguió a algunas de ellas en entre la gente que se arremolinaba en las puertas a varios metros de él y que estaban junto al párroco don Cristóbal.
Se había corrido la voz, pensó.
Los oía hablar, pero no entendía lo que decían. Tampoco es que le importara demasiado.

Octavio tenía la mirada turbia y oxidada, pero entrecerrando los ojos pudo ver como Don Cristóbal, en un alarde de valentía quizás, o posiblemente, empujado por la multitud se acercaba temeroso y encorvado, con las manos muy juntas al banquito
donde Octavio hacia esfuerzos por respirar con normalidad.

Deteniéndose a un par de metros el párroco le dijo –“ Octavio, hijo mío..¡Que has hecho por Dios!”-. Octavio giro la cara para mirarlo y le hizo un gesto con la mano para que se acercara.
Sorprendentemente el cura lo hizo y se sitúo justo detrás de él temblando de pies a cabeza. El olor a sangre, vísceras y orín que Octavio desprendía le hizo tener una arcada, pero se contuvo.

Octavio giro la cara completamente en dirección al viejo párroco y le dijo: -“mira cura, hoy no necesito tu bocadillo” – abriendo ampliamente la boca, mostrándole las encías deshechas en sangre y coágulos.

El cura se santiguó sin saber que decir.

Las sirenas se oían muy fuertes y justo cuando Octavio giró de nuevo la cara a la entrada de la plazoleta, aparecieron cinco coches de la Policía Nacional que entraban a toda velocidad por aquella angosta plaza.

Inmediatamente después de que se detuvieran a varios metros de Octavio y el párroco, salieron tres policías de cada vehiculo, armas en mano, y uno de ellos con un megáfono con demasiado volumen le gritó –“¡Vamos Octavio, tranquilícese y suelte al cura!” –

El párroco miro a Octavio.
Octavio miró al párroco.
Y como obligado por las circunstancias lo agarró por la pechera sacándose ágilmente de la manga el cuchillo, poniéndolo a pocos centímetros de la cara de Don Cristóbal.

-“ Por favor Octavio, no me hagas daño, no me mates Octavio, hijo..”- le rogó el cura.

-“ ¿Pero como le voy a matá hombre, con la de bocadillos que me ha dao?”- contestó categórico Octavio, soltando al párroco, poniéndose en pie.

Se separo del cura y comenzó a caminar pesadamente hacia los agentes, sin mirarlos,
lo que propició que algunos policías se decidieran actuar.

Oyó las detonaciones y pensó que en alguno de los pueblos cercanos debía de ser fiesta, por los artificios.
Extrañamente le comenzaron a temblar las piernas que apenas si conseguían mantenerlo erguido.

Se noto mojado por el cuerpo y pensó que se había vuelto a orinar encima…
“¡que vergüenza, delante de todos!”

Mientras caía atraído irremediablemente al suelo, pudo ver al párroco corriendo hacia los portones de la iglesia, levantándose las faldas como una vieja y le hizo gracia.
Cuando la cabeza de Octavio chocó contra el suelo, estaba sonriendo.

Esta vez, si pudo porque ya no le dolía.

De pronto se sintió muy cansado. Mucho.
Como cuando se quedaba mirando a las palomas y le entraba sueño;
Y pensó que era justo lo que pasaba; Se estaba durmiendo mirando a las palomas.
¡Y todo era en verdad como en su sueño!

Octavio ya no era capaz de distinguir que esos bultos negros que se le acercaban y le merodeaban eran agentes de policía.
Para Octavio solo eran palomas negras, que se arremolinaban alrededor del pan marrón que tantas veces les echaba.

Lo vio todo con una extraña perspectiva aérea y comprendió:
No eran más que palomas negras picoteando un pan, vestido con un traje marrón.

Esta vez la escena le pareció sucia, no como en su sueño…

No. Ya no le interesaba seguir viendo eso.
Ahora solo sentía deseos de marcharse… y volar muy lejos;

Y entonces, intuyó que lo que ocurría es que había dejado de ser Octavio;
Se convenció de que no era ese andrajo que yacía en el suelo cosido a tiros.

No, no…;
No podía ser…

Porque ahora se sentía tan sumamente libre…
…que comprendió que era porque se había convertido, con su último suspiro,
en una gran nube blanca que se dirigía apresuradamente a lo más alto del cielo…


…y desde ese instante, solo soñó con palomas.






gm2010


30 de noviembre de 2010

GINA



1



Tac..tac…tac…

Curiosamente, siempre había odiado los relojes.

Para ella, el tiempo era una tortura áspera, más que un regalo de vida, pues la obligaba a ejecutar sus tareas en una forma tan pertinazmente consciente, que cada una de ellas se le anudaba en forma pesada al paso de los años.

Y así, en ese transcurrir del tiempo, con su esclavo el reloj medía sin pausa cada acto de su existencia. La pauta de cada una de sus acciones era cronometrada y eso la volvía más susceptible al paso de los instantes. “Así deben de hacerlo todas la personas” se decía, sin que eso le supusiera ningún alivio, menos aún cuando constató que la realidad de los demás era diferente.

Si, odiaba los relojes, pero no tuvo más remedio que hacerlos sus aliados…

…¿Que otra cosa podía hacer…?

El tiempo…implacable tiempo…

Tac..tac…tac…


Desde que podía recordar se había sentido sometida a su exactitud;
En el recreo del colegio, mientras los demás niños correteaban por el patio, ella permanecía ausente, contando los segundos que restaban para que tocaran la campana que anunciaba la vuelta a las aulas.

Los niños la llamaban “bicho raro” y se burlaban de ella por pasarse el recreo mirando el reloj. Pero no le importaban las burlas. No discutía. No contestaba.
De hecho, con su pequeño reloj de Mickey Mouse medía el tiempo que malgastaban insultándola; unas veces más rato…otras veces, menos.

En ocasiones se maravillaba de los segundos que una mariposa, sin productividad aparente, desperdiciaba aleteando entre las plantas de su jardín, solo para llegar a la siguiente flor – 14 segundos, 28 segundos, 11 segundos, 36… - y en su mente se fraguaba la idea de que cada segundo gastado aleatoriamente era similar a desperdiciar, gota a gota, la miel de un tarro.

Quizás nunca pudo comprender la naturaleza de la mariposa.
Quizás, no quiso ni pensarlo…

Incluso cuando le llegó el momento en el que tuvo que acomodarse a nuevas costumbres cada 28 días, - cada 1.440 minutos…cada 86.400 segundos…- fue su cuerpo tan puntual como las agujas de su segundero.

Tac..tac…tac…

Después de sus primeros 24 años de vida – su primeros 12.856.320 minutos – se hastió de contar los segundos, reservando esta tarea solo para ocupaciones más livianas, cosa que le dejó margen para otras actividades.

Así conoció a Carlos, exactamente en el minuto 13.124.196 de su existencia, en - ¡cómo no! – una relojería.

A los 16 minutos de conocerla Carlos le vendió un reloj.

A los 47 minutos, consiguió una cita con Gina para esa misma noche.

Seis meses después de aquella cita, un buen día soleado de marzo se casaron, puntualmente a las 12,00 horas, en la iglesia del barrio.

Durante los diez siguientes años, Carlos se adaptó medianamente a la manía de su esposa sin demasiadas alteraciones. Gina había acomodado su costumbre a marcar únicamente cada hora con una pequeña cruz en una hoja de la agendita, que siempre llevaba, dejando los cálculos de minutos para un rato antes de acostarse, de modo que se limitaba a solo 24 apuntes diarios minimizando así las molestias en la convivencia.

Pero llegó un momento en que su marido insistió en comentarle en repetidas ocasiones que si tanto le placía esta actividad, sin dejar de hacerla, podría plateársela de otro modo, calculando, por ejemplo, semanas enteras o incluso meses por adelantado, haciéndole notar así, que al librarse de aquella esclavitud horaria tendría la ventaja de ganar un tiempo extra para otras cosas.

A Gina semejante idea le parecía, simplemente, una aberración;
y esa posición tan desagradable de su marido terminó por sumarse a otras actitudes que fue descubriendo al paso de los años, haciendo que para ella, la convivencia fuera, tan solo, una resignación aceptable.

Y es que para ella, Carlos, era una autentico derrochador de “las gotas de miel de su tarro”, ya que en muchas ocasiones le observaba mientras transcurrían los cientos de minutos que malgastaba fumando en pipa, sentado en una mecedora vieja en el jardín, mientras el sol se relajaba cálido y naranja por detrás de la verja.

Sin embargo, ella apreciaba cada segundo de luz, único y por siempre irremplazable… mientras que él, solo se ocupaba de estar allí, fumando y mirando al vacío, leyendo novelas de misterio, como si dispusiera de aquel caudal de tiempo por toda la eternidad.

Gina se limitó, después de muchas discusiones por motivos similares, a observarle desde el interior de la casa, por entre las cortinas, contando con desesperación cada minuto perdido…

Carlos, a su vez, comenzó a sentirse observado y, de vez en cuando, al mirar hacia el interior, la veía con sus ojos clavados en él, permaneciendo así, semi escondida entre las telas, durante horas.
Después de varias veces se sintió tan incomodo y exasperado por esa rocambolesca costumbre que, simplemente, dejó de salir a fumar y leer al atardecer.
Esa fue una de tantas aficiones que tuvo que ir abandonando para evitar mayores discusiones con su mujer, que parecía vivir frenéticamente cada minuto de su vida, haciendo que la convivencia fuera descrita, por él, en poco menos que un suplicio.

A raíz de aquellos sucesos, que iban radicalizando las posturas de ambos, la tolerancia de Carlos se agotó y comenzó a salir, escapándose cada vez más de aquella casa que le agobiaba profundamente.

Gina mientras tanto, sentada en el sofá casi a oscuras y en silencio contaba, incansable, sin apartar la vista del reloj de pie del salón, cada minuto de su ausencia.

Tac..tac…tac…




2




La asimilación de Carlos de la manía obsesiva de su mujer se trastocó a que sus actos eran producto de su mala fe, derivando en que el único sentido de todo aquello era una falta total de amor, y que de este modo ella se lo manifestaba, haciendo que su vida fuera un infierno.

A razón de esto, los malos tratos eran previsibles… y no tardaron en llegar.

Al principio, la frustración de Carlos, convertida ya en intolerancia plena, se resolvió en alguna bofetada esporádica que parecía devolver a la realidad a una Gina que, día a día, era más desconocida para él.

Pero la culminación de su ira llegó cuando después de otra discusión, una borrachera cerrada y de una manotada a mano abierta, oyó que aun estando semi inconsciente en el suelo, Gina, con un murmullo de voz, contaba los segundos que tardaba en recuperarse.

A los ojos de Carlos el gesto de dolor dibujado en el rostro de su esposa se convirtió en una desafiante sonrisa…y tomando lo que estaba ocurriendo como una burla, como una falta de respeto inconmensurable, sintió cómo los ojos se le nublaban de rojo, cómo la garganta se le hinchaba a punto de estallarle…cómo sus propias manos parecían arrastrarlo en busca de su víctima…

El alcohol y la ira se cebaron en él y sintió que sus puños golpeaban, carne contra carne, sin saber ya dónde.

Al cabo de un tiempo indeterminado, exhausto y enajenado de rabia, se desplomó inconsciente en el suelo junto al cuerpo de su mujer, que yacía gravemente herida.

………………..

Recobrar el conocimiento fue como salir de golpe de una bañera llena de lodo caliente y espeso. Nada más abrir los ojos, sobresaltado, vio delante de él la cara desconocida de un hombre, que le hacía preguntas, que le sacudía. No conseguía entender ni una sola palabra de lo que le decían ni de lo que estaba ocurriendo, ni tenía idea de cuánto tiempo había permanecido inconsciente. Su casa, su salón, era un hervidero de personas desconocidas; enfermeros, policías, vecinos curiosos…

Todos pululando nerviosamente alrededor.

Sorpresivamente de su boca salió una pregunta… Una pregunta que, en el fondo, le aterrorizaba formular:

- …¿Y Gina?...mi mujer…¿donde está..? – balbuceó -

- No se preocupe ahora… – contestó el agente uniformado que tenía enfrente, sujetándole fuertemente de los brazos - …Su mujer se encuentra atendida y camino del hospital…Ahora lo importante es que se recuperen lo antes posible y nos informen de quien o quienes les han hecho esta barbaridad…

Carlos, ayudado por el policía, se incorporó despacio. Pero su mente era un torbellino.

Concluyó mentalmente que alguien, algún vecino sin duda, alertado por el ruido y los gritos de la reyerta habría avisado a la policía. Dedujo también que Gina debía de encontrarse en un estado lamentable ya que, de haber podido hablar, él estaría ahora mismo automáticamente detenido; Y recordó también las palabras que pronunció el policía, que le daban a entender que por el hecho de haberlos encontrado a los dos inconscientes en el suelo, estaban dando por sentado que habrían sido atacados en su propia casa.

De camino al hospital, en la ambulancia, comenzó a tramar la historia de cómo dos desconocidos encapuchados, posiblemente ladrones, habrían entrado por la cocina atacando e hiriendo en ese momento a Gina.
Y él, que estaba en el jardín tranquilamente fumando su pipa, al oír los gritos acudió inmediatamente en defensa de su esposa que ya se encontraba en el suelo sangrando profusamente…

“Pero, claro…eran dos hombres bien fornidos- se dijo- que en el acto se abalanzaron sobre mí, dejándome inconsciente casi de inmediato, no se, no recuerdo muy bien como…

¡Eso es!…No llegué a verlos claramente… ¡Fue todo tan rápido!...”

Se sintió aliviado…y al mismo tiempo tan miserable como nunca se habría imaginado.
Mentir era la única solución que se le ocurría para intentar subsanar la terrible equivocación que había cometido.

Se tumbó en la camilla ayudado por el médico que le abría la ropa para examinarle, al tiempo que le hacia las preguntas de rigor.
Pero Carlos no llegaba a escucharle.

Solo oía claramente, a pesar del ruido que había a su alrededor, el sonido sordo que producían algunas gotas de sangre de Gina, que se deslizaban lentamente desde las suelas de sus zapatos al suelo metálico de la ambulancia.

Tac..tac…tac…



3



Durante las siguientes semanas la vida, para Carlos, fue una mezcla difusa entre incomodidades y pequeños placeres. Ciertamente tuvo que dar muchas explicaciones, atender a los agentes que le interrogaban periódicamente sobre un detalle u otro, tratar con el resto de la familia que se interesaba por lo ocurrido, hablar con vecinos y conocidos…
Fue un caso muy mencionado en su círculo y generó, por supuesto, una gran alarma social.

Pero por otra parte, Gina no llegaba a recuperar el habla ni sus facultades, de modo que ante el hecho de una duda razonable y sin haber acusadores de por medio, la justicia no pudo proceder de ninguna forma en su contra.

Su versión de los violentos delincuentes que allanaron su hogar no pudo ser rebatida, aunque, por los numerosos y vehementes interrogatorios a los que se vio sometido, albergaba sospechas de que algunos agentes no terminaron de creerle del todo.

Pero ya hacía tiempo de aquello y en el fondo nadie, ni policías, ni jueces, ni fiscales, se atrevían a realizar una acusación formal contra él, ya que cabía la posibilidad de que lo culpabilizaran y, si
se equivocaban, harían de él otra víctima.

Así que, paulatinamente, mientras Gina permanecía hospitalizada, los interrogatorios fueron cesando, las murmuraciones del resto de la familia, remitiendo, y el interés de los vecinos, apagándose.

Esto le proporcionó, como decía, pequeños momentos de placer muy agradables pues podía permitirse amplios periodos de tranquilidad, sin sentirse agobiado por su esposa, fumando sentado en su vieja mecedora del jardín, leyendo novelas, mientras llegaba la hora de cumplir con sus habituales visitas al hospital.

Desde lo ocurrido no había vuelto a sentir la necesidad de salir y sencillamente pasaba sus tardes en casa, solitarias y tranquilas.

Sin embargo, una tarde, se dio cuenta de que su tranquilidad no era del todo absoluta.

Realmente su oído estaba tan acostumbrado que no percibió, hasta mucho tiempo después, que en su hogar no reinaba completamente el silencio.

Coincidiendo que entraba del jardín al salón para recargar su pipa, reparó en que, el reloj de pie que allí tenían, sonaba de un modo realmente fuerte.
Pensó que debía de estar estropeándose. No le dio mayor importancia, se proveyó de tabaco y salió de nuevo al jardín.

Pero ya no pudo leer en paz…

El sonido de aquel viejo reloj era notablemente alto y se apreciaba desde afuera, donde se encontraba sentado…

Se le metía en la cabeza y le repiqueteaba desde su interior… previsible… sin pausa…

Ese sonido… - ¡maldita sea! – ¡Ese jodido reloj sonaba demasiado fuerte!...
Tac..tac…tac…


Se levantó y dirigiéndose al salón, paró el reloj.

………………..

Apenas hacia quince minutos que se había sentado en su mecedora cuando el sonido estridente del teléfono le sacó de golpe de sus silenciosos pensamientos.

Era del hospital.

Gina había despertado del coma.



4



Mientras conducía a toda velocidad, su mente revoloteaba de aquí para allá, nerviosamente, haciéndole pensar en cientos de conjeturas.

Sabía que si Gina recuperaba totalmente la consciencia y pudiese comunicarse con normalidad, posiblemente él dormiría en prisión esa misma noche.
Era consciente que bastaba solo con la palabra de su mujer para que la justicia se decidiera a actuar en su contra y, también, de que pasaría muchos años entre rejas si terminaban por acusarle.

Claro que… siempre quedaba la opción de huir. Escapar rápidamente de aquella situación parecía, a todas luces, la solución más viable…pero esto, era algo que automáticamente le inculparía a vista de todos.

O quizás, había otra forma…otra manera de solventar aquello…

Tal vez, aun estaría a tiempo… y él pudiera evitar, de algún modo, que Gina declarara…

Borró esta idea de su mente con un rápido manotazo imaginario.

¿Cómo se le ocurría pensar de este modo?
¡Si ni siquiera conocía exactamente el estado de su mujer!

Por un instante se vio envuelto en un halo negro, como de aquellos personajes de los libros que terminaban asesinando o siendo asesinados, viviendo como en una realidad paralela solo creíble en las novelas con las que disfrutaba tanto leyendo.

El era solo un vendedor en una tienda de relojes y, aunque su situación personal había cambiado de forma muy evidente, su mente razonable le devolvió a la realidad.
Concluyó que lo que hubiera de pasar, pasaría, y decidió afrontar los hechos cara a cara.

Con este pensamiento, firmemente arraigado, acabó por llegar al parking del hospital y temblándole las piernas se bajó del vehículo.

Había cometido un grave error, pero era hora de asumir las consecuencias porque a pesar de que se enfrentaba a la destrucción de su modo de vida, sabía que era la única alternativa coherente que tenia.

Mientras pulsaba el botón del ascensor que le llevara a la planta donde se encontraba Gina, envidió la vida ficticia de aquellos personajillos que, con sus historias, lo solventaban todo del modo más radical o heroico, constatando que la vida real –su vida, a tenor de lo sucedido -, era realmente la novela más negra que nunca habría podido imaginar.

En la somera habitación todo permanecía igual que el día anterior.

Carlos esperaba encontrar a médicos y policías en la estancia, pero aparte de Gina, que seguía acostada con los ojos cerrados y una enfermera que estaba tomándole la temperatura, no había nadie más.

Se quedó algo sorprendido – y aliviado, en el fondo; Pero algo confuso - .
Quizás su mujer no había despertado finalmente del coma y todo era una equivocación.

Esto, aún le ponía más nervioso.

De algún modo, el hecho de que su esposa lo denunciara y el tuviera que pagar por sus actos, le parecía como si le quitara un gran peso de la conciencia.
Esta situación que encontraba ahora, habiéndose hecho el ánimo de expiar su culpa, le turbaba aun más.

- Perdone – dijo dirigiéndose a la enfermera - …Soy el marido. Me llamaron hace unos minutos, pero no sé si…

- Ah, si – contestó la chica recogiendo sus utensilios - …acompáñeme fuera.
El doctor Arias desea hablar con usted. Venga conmigo, enseguida lo aviso.

Salieron ambos de la habitación y la enfermera se encaminó hacia el teléfono más próximo en el mostrador. Después de una breve conversación telefónica, la mujer pidió a Carlos que la acompañara a una salita en el otro lado de la planta.

Allí estaba esperándole el doctor sentado tras la mesa de un despacho, ojeando gravemente algunos papeles. Después de los saludos de rigor y cortesía el medico pasó a explicarle concisamente la situación en la que se encontraba Gina;

Le dijo que su mujer jamás se recuperaría, que su estado era grave, que aunque había salido del coma profundo en el que anteriormente se encontraba sus funciones cerebrales eran prácticamente nulas, suficientes si para que pudiera respirar por ella misma y que su corazón no dejara de latir, pero con apenas un mínimo de conocimiento algunos minutos al día. El resto del tiempo permanecería en ese estado de semi inconsciencia en el que ahora estaba.

Después de todas las pruebas a las que fue sometida, ningún miembro del equipo medico supo determinar que zona cerebral o neurológica estaba tan afectada como para mantenerla en ese estado casi vegetativo y, al mismo tiempo, sana aparentemente.

Como si estuviera viva, pero eternamente dormida.

-“Simplemente, - dijo el doctor – para que usted se haga una idea:
Es como cuando paramos un reloj, por ejemplo quitándole la pila.
Todo esta bien, en su sitio…Pero, en realidad, no funciona.”

Carlos, después de oír esta comparación, miró hacia otro lado...y tragó saliva.



5



La noche fue una de esas en las que parece que el tiempo es un velo que se le pega a uno en la piel. Un tiempo que transcurría arisco y avaro de regalar cada segundo.

Pero era indispensable saber hasta qué punto llegaba la consciencia de Gina, en el caso de que en algún momento de la noche despertara; y no tenía más remedio que permanecer allí hasta comprobarlo.

Se sentó a un lado de la cama sujetándole la mano y así se sumió en sus pensamientos, hora tras hora.

Fue escasamente un par de horas antes del amanecer cuando Gina despertó.

Carlos hacía algunos minutos que se había ausentado para ir al baño y cuando salió de la estancia, volviendo a la habitación, se encontró con su mujer aun echada en la cama, pero con los ojos abiertos, mirando inmóvil el blanco techo.

A Carlos le dio una vuelta el estómago.

Se acercó despacio y encorvado- casi de puntillas - a su mujer, con una mezcla de nervios, temor y expectación.

- ¡Gina…! – susurró - ¡…Gina cariño, soy yo, Carlos…! ¿me ves, mi amor?...- dijo sujetándole nuevamente con fuerza de la mano

Ella permanecía inmóvil, impasible, mirando a un lugar ignoto desde el fondo de sus ojos quietos, mientras su marido se deshacía en disculpas y lamentos.

- ¡ Mi amor, mi vida, perdóname..! ¡ Sabes que nunca quise que esto sucediera Gina, todo ha sido debido a la mala suerte, cariño...por favor..! – suplicaba.

Pero Gina estaba en un mundo ajeno y alejado de Carlos.

Pasaron varios minutos más mientras él insistía en sus disculpas, sin que hubiera ninguna respuesta aparente, excepto los ojos abiertos de ella.

Carlos se decidió finalmente a llamar a la enfermera de guardia mediante el pulsador que se hallaba en el cabecero de la cama, y ésta acudió en unos momentos, sin darse realmente demasiada prisa.

Le explicó precipitadamente que se la había encontrado de este modo, cuando volvía del aseo, y que llevaba varios minutos así, despierta pero ausente.

La enfermera le tomó el pulso a Gina parsimoniosamente y con una linternita le enfoco al centro de sus iris. Le acomodó la cabeza en la almohada y empezó a explicarle a Carlos poco más o menos lo que el doctor Arias le había informado aquella misma tarde.

- …No espere ninguna reacción mas allá de ésta o de alguna palabra suelta como mucho – concluyó la enfermera - …lo siento mucho señor.

- Si, si…no se preocupe, ya entiendo – respondió Carlos pausadamente - …realmente no se bien que esperaba – terminando sus palabras en un murmullo.

Mientras la enfermera abandonaba discretamente la estancia volvió a sentarse pesadamente junto a su esposa, cabizbajo y pensativo.

Cayó en la cuenta de que ya no se sentía aliviado de pensar que si Gina lo hubiese podido delatar él pagaría de alguna manera su deuda, dejando su conciencia tranquila.
Se vio a si mismo cuidando de ella, a su lado día a día, en una enfermedad que posiblemente duraría años ya que físicamente sus heridas estaban sanadas.

Una enfermedad que, con su intolerancia y poca cabeza, el mismo había propiciado.
Aquel alivio se trastocó en pesar, cuando fue consciente de que su mujer, sin hablar siquiera, ya había conseguido condenarle.

Estando distraído con estos pensamientos, mirando al suelo, no se percato del movimiento lento de la cabeza de Gina, y cuando levantó la mirada se encontró, de repente, con la de ella fija en sus ojos.

- ¡Gina…! – alcanzó a decir asustado, casi en un suspiro, poniéndose bruscamente de pie volcando así su silla.

- ¡Menos cuatro mil trescientos veinte! –gritó su esposa.

Y poniendo los ojos en blanco, giro la cabeza y volvió a quedar inconsciente.

Carlos permaneció de pie, petrificado y sudoroso, sin entender del todo lo que acababa de suceder. Su corazón, que por poco no se le había parado a causa del desproporcionado alarido de su esposa, parecía ahora que quería salir trotando de su pecho.

En un acto reflejo y sin saber muy bien por qué, miró su reloj de pulsera:
Eran las 7:00 horas exactas de la madrugada del miércoles

Ni un segundo más… ni un segundo menos.


6


El pitido de la tetera hizo que Carlos volviera de los profundos pensamientos en los que se encontraba sumido.
Había sido una noche llena de sucesos contradictorios y, francamente, se encontraba agotado y confundido.

La ducha que acababa de darse y el té caliente que le esperaba iban a ser las dos únicas licencias que se permitía, desde que acudiera ayer por la tarde a la llamada del hospital.

Hacia un par de horas que había llegado a casa y sentía continuamente que alguna idea extraña le rondaba la cabeza.
Esto le generaba una sensación de intranquilidad, sin poder definir claramente de que cosa se trataba.
Sabía que había algo en lo sucedido no le cuadraba.

Algo complejo, que no acertaba a discernir.

Tomó su taza de té caliente y se dirigió pensativo hacia el sofá del salón, ya más cómodo con su pijama, y se sentó pausadamente con un pequeño suspiro.
Mientras sorbía despacio la infusión caliente comenzó a repasar mentalmente los acontecimientos del día anterior.

Con la mirada perdida al frente, reparó de pronto en el enorme reloj de pie.

Estaba parado, tal y como lo había dejado el día anterior:

Ese reloj, que era una mole en relación a los demás muebles que acotaban el salón, parecía vigilarle secretamente desde su rincón;
Inmóvil, silencioso y omnipresente.
Ni siquiera sabia ciertamente su procedencia, ya que Gina lo trajo a la casa cuando se casaron, pero ni ella le explicó, ni el preguntó.

Personalmente, a él no le agradaba demasiado, por grande y barroco, pero siendo un objeto perteneciente a su esposa, lo asumió

Se fijó entonces en que las manecillas marcaban las siete en punto.

Tan en punto que, incluso, el segundero estaba señalando las doce.

De pronto, cayó en la cuenta de que coincidía con la misma hora en que su mujer había despertado…
Sintió un pequeño escalofrío…

“Ósea que – se dijo meditabundo – cuando detuve el reloj ayer por la tarde, eran las siete en punto…y a los pocos minutos llamaron del hospital avisando del despertar de Gina…y justo a la misma hora, pero con 12 horas de diferencia, volvió a despertar y fue entonces cuando gritó ese numero…; Menos cuatro mil.. – intento recordar -...no sé que más…”

Al cabo de unos segundos, en los que parecía que su mente se había quedado bloqueada, reaccionó, levantándose de pronto del sofá, dirigiéndose a toda prisa hacia el dormitorio.

En su cabeza una incipiente idea se iba fraguando, poco a poco.

Abrió los cajones de la cómoda de su mujer registrándolo todo hasta que encontró la agenda de Gina.

Estaba guardada en el mismo sitio que él la había depositado, al poco de que ingresaran a su esposa. Comenzó a ojearla con avidez, buscando entre la jerga numérica escrita en las páginas alguna clave, alguna pista o idea que refrescara las suyas.

Revisó durante algunos minutos páginas y más páginas repletas de números y fechas.
Lo hizo cronológicamente, desde el principio de la agenda, y al cabo de unos instantes comenzó a conformarse una relación coherente de lo que estaba visualizando.

Se maravilló por la exactitud de los apuntes de su esposa, que había datado durante años cada acontecimiento de su vida.

Había notas de cada cosa de las que habían vivido durante todo ese tiempo, desde lo más insignificante hasta el último suceso relevante;
Todo estaba reflejado en sus apuntes, con fecha, duración…todo.

Llegó a la página correspondiente al día donde ocurrió el incidente y se sorprendió de lo que allí vio:

¡Había anotaciones!..
¿Pero como...?


Por un instante se encontró perplejo. Sabia que era imposible que Gina hubiese anotado nada, porque permanecía en el hospital, por tanto... ¡debió apuntarlo con anterioridad!

Ávidamente pasó páginas, en las cuales también había notas, aunque en menor cantidad, como si en esos días – que coincidían con los días de hospitalización – las dataciones se hubieran ralentizado; Solo encontró referencias a horas y minutos, sin ningún dato más que le supusiera una explicación evidente para él.

Todos los apuntes de esos días estaban escritos rápidamente, con letra algo apresurada, como si se tratara únicamente de un conteo, al contrario de los demás, bien caligrafiados, metódicos y ordenados.
Lo único que le llamó la atención de todas aquellas notas incomprensibles para él, es que desde el desafortunado día en que la golpeó, todos los números anotados eran negativos, mientras que todos los anteriores eran positivos.

Con cierto resquemor, regresó a la fecha que Gina había despertado delante de el, es decir, la de ayer por la mañana.

Sus ojos se quedaron quietos, hipnotizados, no tanto por encontrar otro apunte como por lo que allí había escrito

En el cuadro correspondiente a las 7:00 de la mañana había apuntado solamente un número:

- …menos cuatro mil trescientos veinte… – leyó en voz baja.

En el acto recordó que ese era exactamente el número que Gina le gritó en el hospital…y anotado a la hora precisa que lo hizo.

Salió despacio de la habitación, con la agenda cerrada en las manos, casi arrastrando los pies, pensativo;

Ya en el salón, deposito la agenda en la mesa y más que sentarse se desplomó en el sofá, agobiado por el extraño significado de aquellos apuntes.

No tenía ninguna explicación coherente para que su esposa hubiese anotado aquellas cifras con anterioridad, sin mencionar la exactitud…
…y sin olvidar también en el estado que aún se encontraba.

¿Como pudo despertar a la hora exacta para gritarle aquel numero… que explicación tendría todo aquello?

Hundió el rostro entre las manos y se mesó los cabellos, intentando tranquilizarse para poder pensar. Toda aquella situación se le estaba convirtiendo en un rompecabezas, del que sentía que le faltaban piezas.

De pronto, oyó el familiar sonido del reloj, que en ese momento sonaba tan fuerte, que era como si le retumbaba desde el interior de su cabeza.

Tac..tac…tac…

- ¡Maldito trasto tarado! – le gritó, como si él pudiera oírle.

Se levantó del sofá catapultado y cogiendo la agenda de encima de la mesa, la estrelló furioso contra el reloj, con tal puntería que acertó a darle a las manijas rompiendo una de ellas y doblando otra.

Se quedo unos instantes completamente inmóvil, mirando el estropicio causado…

y sobre todo, asombrado..,

¿Cómo iba a poder escuchar el sonido del reloj si, tal y como él mismo lo había dejado, aún permanecía parado?.



7



- ….¡Me estoy volviendo loco…! – musitó para sus adentros-…¡habría jurado que…!

¿Jurar, que...?
¿Qué acababa de oír un reloj que había detenido hacía días?...

Por un momento se sintió ridículo y abrumado.

Pensó que estaba sugestionándose demasiado por toda esta situación que, sumada al sentimiento de culpa, le estaba haciendo perder los estribos… oír cosas que no sucedían… y pensar en cosas impensables…

¡Y para postre, en otro arrebato de ira, había estropeado el reloj de su esposa!

Aunque sabía positivamente que Gina no estaba en condiciones de tenerlo en cuenta, no dejó de sentir cierto malestar interior.

Le suponía algo malévolo pensar el hecho de, como si no hubiese sido suficiente enviar a su mujer al hospital, que pareciera también se que se dedicaba a destruir sus posesiones.
Realmente, visto por alguien de afuera, daría la sensación de que Gina y todo lo que tuviera que ver con ella, le infundiera un intenso odio.

Y esto, realmente no era así;

Aunque pensar en esta cuestión lo llevo a constatar que tampoco la amaba ya desde hacia largo tiempo, quizás influenciado por la década que pasó soportando su manía.
…¿o tal vez, nunca llegó a amarla en serio…?

Bueno…estaba comenzando a divagar;

Centró de nuevo sus pensamientos y consideró que no había sido buena idea estropear aquella maquina, que a fin de cuentas, no hizo más que proporcionar años de impecable servicio.

Se acercó al reloj y recogió la manija partida del suelo.

Se las ingenió para armarla de nuevo y, del mejor modo que pudo, enderezó la doblada.
Aparentemente quedaron en buen estado y decidió poner en marcha la maquinaria para lo que tenía que, primeramente, abrir el armario disimulado bajo la esfera donde se encontraban los péndulos, las cadenillas y engranajes.

Al subir a su posición original los contrapesos tirando de las cadenas que los sujetaban, descubrió semi oculto tras uno de ellos un papel doblado y pegado al fondo del armario, tan lleno de polvo que en principio le pareció un nido de arañas.

Nunca antes había reparado en aquel papel, principalmente porque era Gina quien se ocupaba de la casa y por tanto, se sobreentendía que era ella quien daría cuerda al viejo reloj cuando fuera necesario.

De hecho, él no recordaba haberlo tocado nunca.

Simplemente, le habría echado un vistazo ocasional sin otro motivo que llamara su atención.

Pero al parecer, y seguramente incitada por el desentendimiento de él, Gina encontró en el reloj un lugar donde guardar algún pequeño secreto, porque el papelito que acababa de despegar del fondo del armario y que tuvo que soplar varias veces para desempolvar, estaba garabateado con la caligrafía de su mujer.

Desplegó con cuidado aquella pequeña hojita para poder leer la totalidad de lo escrito en cada doblez y lo hizo mentalmente:

“0086535 ANSOLIGRAC + 00441 SOLRAC”

No era más que otro apunte en la paranoica jerga de su mujer, similares a los que halló escritos en su agenda y, por su aspecto. habría permanecido largos años pegado y camuflado allí.

Aquello carecía de todo sentido para él y cansado de toda aquellas elucubraciones decidió que era una hora prudente para retirarse a descansar.

Guardó el papel entre las hojas de la agenda de su esposa, activó el mecanismo del viejo reloj moviendo su péndulo, lo puso en hora y se retiró a su habitación.

Mañana era sábado, día de visita en el hospital, y se prometió que en cuanto Gina pudiera razonar, por poco que fuera, le preguntaría sin falta por todas aquellas extrañas notas.

…-” tantos años juntos y nunca me fijé, nunca pregunté…
– se lamentó - …y quizás ahora, ya no pueda ni hablarme…

Y mientras se esforzaba en limpiar su mente de todos aquellos pensamientos, algo en su interior le decía que debía dormir y prepararse para cualquier acontecimiento.

Lo hizo acunado, casi hipnotizado, oyendo el compás continuo e imperturbable del viejo reloj de pie.


Tac..tac…tac…

………………..


Se despertó aún a oscuras, desorientado y alarmado por el sonido insistente del teléfono.

Apresuradamente y con el corazón en un puño busco a tientas el interruptor de la lámpara de su mesilla de noche.
Encendió la luz, se incorporó y echo un vistazo a su reloj de pulsera:

-¡Las siete y cuarto!... ¿Pero quien?... ¡Dígame! – casi gritó al auricular.

Permaneció con el aparato pegado a su oreja algunos minutos, incluso después de que su interlocutor hubo colgado.

En su oído retumbaba el pitido entrecortado de la línea telefónica ahora interrumpida, pero en su mente rebotaba, como a golpes de martillo, la noticia que acababa de recibir:

Hacia quince minutos que Gina había muerto.



8



Este acontecimiento había dejado a Carlos sin aliento y fue un mazazo para su maltrecha conciencia.

Su mente se había disparado contra él en forma de remordimientos y sensaciones contradictorias.
Ya nunca podría hablar con Gina, disculparse… ni recibir su perdón;

Y al mismo tiempo también, afloraba uno de los sentimientos más bajos que poseía por su condición humana:
El alivio que le proporciona el saber fehacientemente que no recibiría castigo alguno por su mala acción.

Prácticamente, y sin proponérselo, había llevado a cabo lo que algún personaje policiaco de sus novelas denominaría como “el crimen perfecto”.

“Si lo hubiese planeado, seguro que no me habría salido tan redondo” – barrunto con ironía.

Porque al morir su esposa en el hospital, sin estar el presente y controlada médicamente como estaba, quedaba automáticamente descartado como sospechoso de cometer cualquier acción para que aquello ocurriera y estando aún en vigor la versión de los delincuentes, todo quedaría como uno más de tantos homicidios sin resolver y…

“¡Diablos!... ¿Cómo podía estar pensando esas cosas ahora…?”
¡Si todo aquello había ocurrido a causa de un terrible error!

Nunca se le pasó por la cabeza, ni por asomo, matar a Gina…
¿…y ahora, casi estaba vanagloriándose de que le había salido todo tan perfecto, que nunca lo atraparían…?

Consideró que aquellos horribles pensamientos serian debidos a que, en el fondo, la muerte de su esposa le había afectado más de lo que en principio calculó y que posiblemente, en su interior, todo lo ocurrido estaba pasándole factura.

Tal vez, la quiso más de lo que pensaba…

Al fin y al cabo, compartió con ella diez años de su vida…
Y precisamente hoy – cayó en la cuenta - 15 de marzo, era su aniversario de boda…

… justo diez años hoy - murmuró

Se sintió un poco mareado…
Hacía casi una hora que andaba con esas cavilaciones, así que era oportuno vestirse y acudir al hospital.
Le esperaban unos días muy duros y debía hacerse el ánimo;

Ya vestido y preparado para salir, se dirigió al salón a por las llaves del coche, que se encontraban en la mesa junto a la agenda de Gina.

Al coger las llaves, tiró sin querer la agenda, que quedó en el suelo abierta y deshojada, como si fuera un pájaro abatido.

Entonces vio de nuevo el papelito del reloj que había dejado entre las páginas el día anterior.
Lo recogió junto al resto de la agenda y lo observó pensativamente.

“0086535 ANSOLIGRAC + 00441 SOLRAC”

La idea, a la que había estado dándole vueltas inconscientemente durante estos días, asociada a estas misteriosas anotaciones, pugnaba por definirse en su mente y volvió de nuevo a sentir aquella sensación extraña;

Como de enorme vacío…

Se sentó un momento intrigado en el sofá y siguiendo su intuición se concentró en el resto de las notas de la agenda revisándolas atentamente, pasando hojas al azar:

- …*16/11/02 12 am: 720 m cpras sp y zap. - *21/11/03 16 pm: 312 m limp coc. - *16/11/09 18,30 pm: 150 m tv nev…

Notas y mas notas de cada día, de cada cosa… durante años.

Comprendió de inmediato que los todos los apuntes se basaban
en una sencilla clave reducida, seguramente aplicada para agilizar las notas; El resto de los números databan fechas y espacios de tiempo.

Imaginó el infierno que bulló en la cabeza de su esposa durante toda su vida, con aquella obligación que se impuso de datar cada minuto de su existencia…
Aquello se le antojaba una pesadilla, una maldición poseer una mente tan enferma, que obligara a reseñar compulsivamente todos los sucesos.

En cambio, la mente de Carlos, estaba trabajando en esos momentos a su máximo rendimiento, intentando relacionar todos aquellos datos.

Sintió el presentimiento imperioso de volver a mirar la página del día en el que Gina despertó: El 12 de marzo.

La buscó y la releyó:

…*12/03/10 7 am: - 4.320 m…- repitió varias veces, en voz baja.

¡Y de pronto, ante sus ojos, la revelación de todo aquello le estalló como si de pronto, en el túnel oscuro de su mente, hubieran encendido cientos de luces!


9


Rápidamente, y para confirmar o descartar sus sospechas, -¿Cómo no se le ocurrió antes?- volvió a la agenda y rebuscó, con manos nerviosas, entre las páginas el día al corriente: 15 de marzo.

Solo había un apunte reseñado en el cuadro correspondiente a las 7 de la mañana:

*15/03/10 7 am: Gina 0:00

- ¡Demonios!…del 12 al 15… 4.320 minutos…son... ¡tres días!,
despertó justo tres días antes de morir… me gritó el tiempo
que le quedaba de vida…en negativo, como en
una cuenta atrás… ¡Y lo había apuntado con anterioridad!

Se quedó anonadado.

¡Gina había anotado con soberbia exactitud la fecha de su propia muerte!...hasta el preciso último minuto.

- …saber cuando se ha de morir…- murmuró perplejo.

Todo comenzó a adquirir sentido, y al mismo tiempo la magnitud de lo que estaba comenzando a percibir lo dejó aturdido.

En un impulso agarró nuevamente el papel que encontró en el reloj y volvió a leerlo y, esta vez, si lo comprendió:

Partió del apunte original, “0086535 ANSOLIGRAC + 00441 SOLRAC” que, como pudo apreciar rápidamente, estaba confeccionado también con otra sencilla clave;
Cambió el orden de los números y letras en sentido inverso;
Después, separó las letras alternadas en el primer párrafo, obteniendo así el resultado:

“5.356.800 CARLOSGINA + 14.400 CARLOS”

Con unos sencillos cálculos determinó que el número 5.356.800 escrito en el papel, estaba anotado en minutos y correspondía exactamente a un periodo de diez años;

- Y hoy 15 de marzo, hace exactamente diez años…

Se sentó en el sofá con la mente funcionándole como un motor a reacción;
Ahora había comprendido que Gina no era una enferma, una paranoica, si no alguien muy especial.
Alguien dotado de un don maravilloso… y que al mismo tiempo sería para ella una verdadera condena.

Comprendió que su mujer no era una esclava del Tiempo;
Que no estaba obligada a datar todos sus actos por algún tipo de enfermedad mental;

Sencillamente Gina estaba, de algún modo, ligada al Tiempo.

Probablemente nació con esa percepción y para ella, era algo natural;
Como es natural para los demás percibir cualquier color, la sensación que transmite… y tan complicado a la vez de describírselo a otro que, por ejemplo, fuese ciego.

En el caso de su esposa, todos los demás éramos ciegos a su percepción e imaginó el caos que hubo de formarse en su mente cuando alcanzó a entender que, absolutamente nadie, era capaz de percibir el Tiempo como ella.

Gina podía avanzar y leer entre los periodos que conformaban los minutos, las horas…los años.
De algún modo podía entender los entresijos de esa dimensión.

La implicación de todo aquello se escapaba a la lógica y al sentido común, pero era evidente que así habría sido.

Las pruebas eran contundentes.

Lo había demostrado al haber anotado aquellos datos en su agenda con anterioridad, como la fecha de su propia muerte o, por ejemplo, los cálculos periódicos en los días de hospitalización y que, al estar sumida en su inconsciencia, solo apuntó minutos u horas sobre circunstancias o cambios de su estado;
Cambios que solo ella sabría.

Su mujer vivió toda su vida con ese don, que le hacia conocer todas aquellas cosas y, al mismo tiempo, la incapacitaba para poder transmitirlas;

Y no es que Gina pusiese visionar el futuro o preveer sucesos, porque si hubiera sido de ese modo, probablemente las cosas no habrían ocurrido como ocurrieron. Eso era evidente.

Su don era saber, exactamente, cuanto duraban todas las cosas.

Entonces, se percató aterrado de que Gina vivió todos aquellos años junto a él con ese peso, sabiendo exactamente cuanto iba a durar todo, su matrimonio, su vida… aunque no supiera concretamente como iban a finalizar.

Eso, en última instancia, no importaba

Comprendió que lo que Gina hacia con su agenda era la solución lógica que halló para no terminar trastornándose, datando cada suceso por cada minuto que pasara para comprobar, una y otra vez, que todo ocurría en su momento exacto, que todo lo que sucediera durara tal y como su percepción le transmitía, sabiendo perfectamente el valor de cada segundo que iba pasando y
anotándolo en su agenda, con una sencilla clave, quizás para evitar miradas indiscretas o para ahorrarse explicaciones molestas.

La vida de su esposa no fue un frenesí alimentado por una enfermedad mental, como él le había creído siempre, si no todo lo contrario;

Fue un compromiso con ella misma y con todos los demás, consecuente con el conocimiento extraordinario que poseía sobre todos y la valentía de guardárselo y sufrirlo en su interior, siendo consciente en todo momento del terrible valor que tenia aquella información que, mal usada, era capaz de destruir la vida de cualquiera.

Sintió un gran pesar.

Se sentó en el sofá, abrumado, aún con el papel doblado entre las manos. Ese papel era la demostración absoluta de que lo que estaba deduciendo era completamente cierto.

Gina habría apuntado, el mismo día en que se casaron la duración de su matrimonio y de sus vidas en común…
Y lo habría guardado allí, en aquel papelito pegado y escondido irónicamente en el reloj, apartado de su agenda diaria, probablemente, porque aquella nota era la más importante de todas;

La que delimitaba sus propias vidas…

…¡Y de repente, recordó que el segundo párrafo se refería a él…!

Volvió al papel y del mismo modo que el anterior, calculó el número 14.400 en minutos… y el resultado fue: Diez días.

Agarró bruscamente la agenda y pasó nerviosamente todas las páginas en blanco, con el corazón en un puño, desde el día 15 al 25 de marzo…

No encontró ningún apunte más en las hojas, hasta que por fin llegó a la del día 25;

Leyó… y un nudo se aferro a su garganta:

- *25/3/10 16:35 pm: Carlos 0:00 - “TE AMO”

La sensación de vacío y arrepentimiento que sintió, al ver aquello escrito por su mujer, fue completa.

Si en algún momento anterior su conciencia le reclamó por sentir que no recibiría un castigo por su acto, esa cuenta quedaba totalmente saldada al conocer ahora, con exactitud matemática, la fecha de su propia muerte… y todo lo que aquello conllevaba.

Y ese dato Gina siempre se lo mantuvo oculto, comprendiendo perfectamente, por vivirlo en su propia piel, la tortura de desvelarle esa información.

Sufriéndolo en su interior…

Ocultarle aquello y dejarle escrito que le amaba, incluso posteriormente a sus maltratos, solo pudo hacerlo por sentir verdadero amor hacia él.

- ¡no, no..no! – gimió.

Se derrumbó en el sofá, con la cabeza a punto de estallar,
el corazón destrozado y el rostro hundido entre las manos.

Todo lo conocido hasta el momento, para él, le parecía de repente extraño; Su mente razonable comenzó a abandonarle y sus pensamientos le llevaban alocadamente de un estado a otro, balbuceando;

- ¡diez días…solo diez días!...y Gina lo sabia… ¡yo la mate!...
¡…yo lo hice!...ella me quería…me lo dejo escrito…
y lo sabia todo… diez días…diez…

Enajenado, intentando asimilar la idea de que por sus propios actos había destruido todo lo valioso que tenía, ya no reparaba en que, imperceptiblemente, la manecilla del segundero del reloj de pie seguía funcionando…
…pero ahora, misteriosamente, en sentido contrario;

Como en una cuenta atrás.

Invariablemente y sin prisa…
…un minuto menos, tras otro…

Carlos permaneció allí, incapaz de moverse y de apartar los ojos de aquel reloj, en el que Gina contabilizó tantas veces el tiempo perdido por él, y que ahora lo acercaba imparable hacia aquel próximo 25 de marzo, que ya no dudaba que seria su último día
y al que con toda seguridad, no llegaría cuerdo.

Segundo tras segundo…
…inevitablemente sin pausa…

Y mientras que la vida se le escurría a Carlos como arena entre los dedos, el reloj de pie, majestuoso e imperturbable en su rincón, parecía antojársele, en su trastornada mente, que cobraba vida y desde su enorme altura le observaba y le juzgaba, como lo haría el terrible dios Cronos con sus aterradores ojos ciegos y ausentes de piedad, condenando a una de sus criaturas que no hubiera sabido comportarse, sin animadversión pero implacable, al castigo de que por cada movimiento de sus manijas, por cada lapso, le arrancara un pedazo de razón…


…y de alma.



Tac..tac… tac







gm2010

29 de noviembre de 2010

NOCHE DE TORMENTA


Se sentó en un sofá del mismo color de las nubes que miraba.
Encendió un cigarrillo, mientras veía llover a través de unos cristales tan turbios como sus ojos. Se bebió de un trago todo el insomnio que le brindaba la noche y decidió que en sus maletas solo pondría cosas alegres.

Abrió todas las puertas de la casa, las del balcón, la del horno, las de los armarios, la de la jaula del canario, y cerró los ojos durante un minuto tratando de recordar como había llegado hasta allí.

No pudo.

Pensó que en ese instante cualquier cosa podría ser y se sintió libre, como antaño.
Bajó las escaleras hasta el portal silbando una canción desconocida y, ya en la calle, miró hacia todos lados. Había que decidir que rumbo tomar pero pensó dejar que sus pies lo hicieran. Sin ningún motivo aparente miró hacia el cielo que seguía del color de la ceniza húmeda y vio, con sorpresa, al canario posado en la barandilla de su balcón.
Estaba quieto, como él, mirando nerviosamente hacia todas direcciones, pero sin atreverse por ninguna.
Pero en un instante, ignorando que lo decidió, vio como el ave iniciaba el vuelo calle arriba sorteando gracilmente una farola y los cables enmarañados de los tendederos, desapareciendo rápidamente de su vista.

Pensó que aquella dirección, calle arriba, era tan buena como cualquier otra y sus zapatos fueron ganando velocidad.
Con cada zancada era consciente de que estaba rompiendo con la vieja vida, y ahora de nuevo se le ofrecía otra alternativa…una vida, si así lo quería, aún por estrenar. 
Se invento una nueva canción para silbar mientras alcanzaba la siguiente esquina; 
Quien sabe, quizás ya no volviera nunca.
O si…
Sonrió mirando al frente y sus pasos sonaron firmes durante algunos minutos, en memoria de que alguna vez anduvo por allí, pero poco a poco su eco se olvidó de repetirlos y pasó a otorgar voz al silencio.

Dejó de llover justo cuando amanecía. 
El cielo se mostró como solo él sabe después de desangrarse de agua, como si quisiera tratar de ocultar que alguna vez hubo noche de tormenta.
Nadie por la calle para ver el estreno del nuevo día. 
Una pena.

Solo un pequeño canario, mojado y aterido, aterrizaba de pronto en el balcón del que había despegado apenas unas horas antes. Se sacudió las plumas húmedas, pió dos veces y de un corto vuelo regresó a su jaula, en el interior del apartamento.


gm2010

PROFESIONAL


Se despertó, como cada mañana, con una resaca del quince, mientras afuera, los perros ladraban furiosamente en el jardín.
Desayunó un indispensable cigarrillo rubio y se enjuagó el humo con un buen trago de vodka, - nada mata mejor los gérmenes, decía siempre a quien le oyera – mientras se calzaba unos zapatos negros y acharolados que hacían un juego estupendo con su traje y con su mal humor matutino.

Cuando sonó el estridente timbre del videotelefóno de la verja de entrada, dudó durante unos segundos en contestar. Era demasiado temprano para hablar con nadie, demasiado pronto aun para pensar en nada. Pero descolgó el aparato soltando un conciso “¿Si?” al auricular, mientras en la pantallita se formaba de inmediato la cara poco familiar de un vecino de la urbanización. “No se qué de los perros, que si habían roto algo, que uno se escapó la noche anterior y mató a no se que mascota, que si son un peligro…”
Con un “Lo solucionaré”, dio por terminada la conversación, haciendo desaparecer al incordio automáticamente al colgar.

Medio segundo después, se había olvidado del vecino.

Cogió de la cómoda, en la entrada, su maletín de lujoso cuero negro, su teléfono de última generación, las llaves del deportivo y el resto de utensilios de trabajo y dirigiéndose al porche, se dispuso a comenzar la jornada.

Apenas amanecía y el sol despuntaba por detrás del esplendido bosque que se encontraba a los alrededores de la vivienda. Pensó, que si algo valía la pena, era ver amanecer cada mañana por entre el follaje de aquellos árboles majestuosos.
Luego, recordando que tendría que conducir cerca de tres horas hasta la ciudad, maldijo su snobismo. Suspiró resignado y patinó las ruedas del potente vehiculo al enfilar el camino de tierra que lo llevaría a la auto-vía general.

La música en el interior del vehiculo contrastaba enormemente con su aspecto y con el del auto deportivo, de ultima adquisición, de violento color amarillo y tapizado todo su interior en piel negra. Y él, con su pelo moreno bien engominado y metódicamente echado hacia atrás, con unas facciones picudas y aguileñas, de ojos de color del carbón ocultos ahora por unas carísimas Ray Ban, musculado discreta pero enérgicamente…
No, las baladas de amor, que sonaban en el interior, no eran precisamente la banda sonora que mejor lo describiría; Quizás, algo de Rammstein seria mas adecuado…
Pero en realidad, no importa la música.
Nadie se fijaría en eso precisamente, viendo de cerca su aspecto.

Llego al centro de la ciudad sobre la 10 de la mañana.

El bullicio era notable, como cada día, y era complicado llegar a cualquier sitio.
Logró aparcar relativamente cerca del lugar al que se dirigía, casi a tres manzanas, pero se sintió afortunado. Cerro el vehiculo con su mando y comenzó a caminar despacio por entre la copiosa cantidad de personas que ya pululaban, apresurados y con destinos desconocidos. Llevaba una mano en el bolsillo y la otra, sujetaba firmemente el maletín.
Silbó en alto algunas notas de una balada, pero fue solo un momento de descuido.
Prosiguió tarareándola mentalmente.


A casi una manzana de su destino, la chica que caminaba justo delante de él hizo una hábil finta para esquivar al borracho que se le sobrevenía encima, reclamándole babosamente una limosna. Al ser esquivado por la muchacha, el borracho se dio de bruces contra él, agarrandose como pudo a la costosa americana, para no caer hacia atrás. De un enérgico manotazo apartó las manos mugrientas de la cara tela y con otro movimiento mas rápido aun, lo agarró de la pechera de la camisa y acerco su rostro al del indigente.

Durante unos segundos observó al desgraciado.

Reparó en los escasos dientes amarillentos que se le entreveían en la boca, en su rostro sucio y colorado salpicado de pequeñas venas azules, en el rancio olor del alcohol cuando se ha bebido y desalojado en las ropas viejas y desaliñadas que ahora sujetaba…pero en lo que mas se fijó fueron en sus ojos. Tremendamente enrojecidos y con las pupilas tan dilatadas, que daban una tremenda y desoladora sensación de ausencia.

El borracho, que apenas si se daba cuenta de que lo estaban sujetando, percibió la cercanía de otra persona y aprovechó para largarle su letanía limosnera.
El, miró rápidamente a su alrededor, localizando una calleja cercana y poco transitada, fuera de la vista ocasional de algún transeúnte. En unas pocas y poderosas zancadas arrastró al sucio pedigüeño hasta un rincón apartado y allí lo soltó, quedándose éste sentado el suelo y sin saber muy bien como había llegado hasta allí.

Aun así, automáticamente prosiguió reclamando alguna moneda.

El, depositó el maletín sobre una caja de las que se encontraban en la basura de alrededor, y abriéndolo, cogió algo de dentro. Se quitó las gafas de sol y las guardó en el bolsillo interior de la americana, se la arremangó y agarro de la pechera nuevamente al indigente, poniéndolo en el acto de pie contra la pared.
El viejo borracho se encontró de repente con el rostro de un desconocido pegado a su cara y, forzando la vista, la centro en los ojos que lo miraban.
Negros, como el carbón.
Negros y acerados, sin el menor atisbo de luz o reflejos en su interior.
Tan negros y opacos, que parecían pintados.

Por un momento, dejó de pedir. Simplemente no le salían las palabras.
Aquel extraño que le miraba tan de cerca y que le sujetaba tan fuerte que apenas podía moverse, permanecía en silencio, mirándolo fijamente.

De repente, con un respingo, vio como el desconocido le abría su viejo gabán buscándole un bolsillo e introduciendo algo allí. Seguidamente, sintió que lo soltaba y como las piernas no reaccionaron a tiempo, se encontró sentado de nuevo en el suelo y ya libre. Observó, entre los vapores que proporciona el alcohol, como el extraño cerraba su maletín, se bajaba las mangas de la americana y después de andar algunos pasos hacia el exterior de la calleja, se giró, se puso las gafas negras que saco del bolsillo,
y le dijo:

“No hagas lo que yo haría; No hagas lo que no debes, si no quieres tener lo que no desearías…o hazlo. Da igual. En realidad, no se puede escapar del destino.”

Y con unos cuantos pasos más, aquel desconocido accedió al exterior de la calle y se perdió entre la multitud.

El borracho tardó algunos minutos en reaccionar y no conseguía entender a que se refería aquel tipo raro con sus palabras. De hecho, ya no se acordaba demasiado bien de lo que le había dicho, así que dejó de preocuparse. Al menos, pensó, no le había agredido en aquel callejón oscuro y apartado…aunque, ahora que recordaba:
Si le había registrado...

Se abrió el roído gabán y hurgó en el interior de su bolsillo, encontrando un abultado sobre. Lo destapó con dedos temblorosos, dejando que su mente febril imaginara que fuera a encontrar dinero en su interior…

Y eso, precisamente, es lo que encontró.

Después de contar los billetes uno a uno, varias veces, sumó dos mil quinientos euros.
¡No podía creérselo!
Sus ojos codiciosos de alcohólico retomaron un fulgor que hacia mucho tiempo que no tenían. Casi llorando de la emoción y de agradecimiento por haberse topado con aquel tipo tan generoso, calculó que con este dinero podría comenzar de nuevo…darse una ducha, dormir decentemente en un hotel, de momento comer algo y comprar algo de ropa. ¡Debía pensar con claridad que hacer!

Quizás antes, para templar un poco los nervios, tomaría algunas copas…

Llegó a su destino sobre las once de la mañana, un poco mas tarde de lo previsto. Pero no importaba. El incidente con el borracho le había retrasado sensiblemente, pero siempre fue un tipo al que se le daba bien improvisar.

La entrada del edificio de oficinas era lujosa, sin ser ostentosa. Detrás de las puertas de cristal que daban al acceso, se ubicaba un amplio hall de suelos de mármol y enmarcado en sitios estratégicos por exuberantes y bien cuidadas plantas naturales, algunos cuadros pintados a mano que, coordinados con gusto en sus combinaciones, colgaban elegantemente de las paredes, y al fondo cerca de los ascensores, se apreciaba una recepción que se componía de un impecable mostrador de madera finamente acabado en piel. Pero ni rastro del recepcionista.
Hora de almorzar, evidentemente.

Se detuvo justo enfrente de la puerta de ascensores observando, durante unos segundos,
su reflejo en el amplio espejo que forraba en su totalidad la pared. Descubrió unos pequeños lamparones en el frontal de su americana, adquiridos seguramente en su encuentro con el viejo borracho. Con un mohín de asco decidió que la vida útil de su Armani había llegado a su fin, en cuanto volviera a casa. La puerta del ascensor se abrió de pronto delante de él, al tiempo que sonaba un suave timbrecito. Accedió al interior y situándose frente a los pulsadores, seleccionó el 9.

En apenas unos pocos segundos, y prácticamente en silencio, la eficiente maquinaria alemana lo trasladó al nivel requerido, abriendo allí sus puertas con el mismo sonido que el del hall.
A la vista, un largo pasillo salteado de puertas y otro mostrador, pero este característicamente de secretaria. Con su ordenador, sus papeles, su teléfono y sus cactus. Pero también sin rastro de su correspondiente ocupante. Sonrió.
Así iba el país. Aparentemente en esta oficina todos los negocios se detenían a la hora de almorzar.

Desplazó unos papeles de la mesa y en el hueco apoyó su maletín.
Lo abrió y de su interior saco una pistola de gran calibre, junto a un voluminoso silenciador.
Acopló éste a la boca del arma, atornillándolo suavemente y se dirigió, sin prisas, hacia la puerta más al fondo del pasillo.

Giró despacio el pomo de la pesada puerta de madera con una mano, al tiempo que con el dedo pulgar de la otra, desbloqueaba el seguro de disparo del arma.
Entreabrió sin ruido y enseguida detectó al hombre que, en mangas de camisa y corbata aflojada, se sentaba tras la poderosa mesa de despacho, tan plenamente ocupado en sus asuntos que ni levantó la vista de los papeles al notar que alguien accedía al despacho.
“Pase Marta, pase…” – dijo el directivo, sin mirar.

Y fue en ese momento cuando levantó el rostro, comenzando a esbozar una sonrisa, que se le paralizó en los labios al encontrarse al extraño frente a él, a un par de metros.

“Marta aun no ha llegado…” - dijo el extraño con voz grave – “...Pero yo si. Hola…y adiós.”
El directivo hizo mención de ponerse en pie, pero apenas pudo.
¡Plop! ¡Plop!.... ¡Plop!

El tercer disparo, justo en la base del cráneo, fue absolutamente innecesario ya que las dos primeras balas perforaron certeramente el corazón del directivo con apenas un centímetro de diferencia. Antes de llegar al suelo de su esplendido despacho, ya era un cadáver.

Esta era la ventaja notoria de ser ejecutado por un profesional.
Una muerte rápida e indolora, sin apenas darse cuenta del trance que uno iba a sufrir en pocos segundos.

Y antes de llegar ni siquiera a pensar realmente lo que iba a suceder, ya se estaba muerto.
Nada de estertores, agonías, gritos, suplicas y todas esas cosas tan desagradables que sucedían cuando el ejecutor era un aficionado o accidentalmente, un loco desatado de esos que se ven en las noticias.

Un trabajo bien hecho siempre era de agradecer.

Desatornilló el silenciador aun humeante de la bocacha de la pistola y se lo guardó en un bolsillo.
Estaba caliente, tibio.

Pensó románticamente que, de algún modo, era como si ese pedazo de metal que estaba pensado para escupir muerte por su boca, a cambio, recibiera la vida que arrebataba y de ahí vendría su tibieza. Pero descartó ese pensamiento rápidamente, sintiéndose algo ridículo.
Sabia de sobra que ese calor se debía a la trasmisión de gases del disparo, que se comprimían en el tubo para amortiguar el ruido que se producía...
Concluyó que saber el por qué ciertamente de las cosas acababa con cualquier romanticismo, dejándolo todo en pura mecánica, física o matemática.

Se enfundó el arma en su cinturón y se dispuso a abandonar el despacho con la misma discreción con la que había llegado.

Cuando se acercó nuevamente a recuperar el maletín, que había dejado en la mesa de la secretaria, para guardar el arma, oyó a su espalda el característico timbrecito del ascensor, lo que quería decir que alguien estaba a punto de acceder a donde el se encontraba.
Agarró de un manotazo la maletita y de un rápido movimiento se introdujo en un despacho contiguo sacando, a la vez, la pistola.

Desde ese despacho paralelo, y con la puerta apenas entreabierta, vio como supuestamente Marta, que era una señora ya entrada en años, salía del ascensor sujetando una bandeja con tazas de café y algunas pastas. Pasó por su lado sin mirar hacia donde el se ocultaba y se dirigió al despacho donde, apenas hacia un par de minutos, había dejado durmiendo para siempre a aquel hombre.

En cuanto Marta sobrepaso su puerta, contó hasta cinco y sin hacer ruido salió del despacho y se introdujo sigilosamente en el ascensor. Pulsó el 0. Las puertas se cerraron obedientemente y la maquina comenzó a descenderlo hasta la planta del nivel de la calle.
Apenas había alcanzado la 7 planta cuando oyó el grito desgarrado de la mujer.

Se abrieron las puertas del ascensor en el hall y, ahora, si había un recepcionista.
Un portero uniformado y situado notablemente digno detrás de su mostrador.
Salió del habitáculo y saludó con un somero “Buenos días” a lo que el portero contestó educadamente “Buenos días, señor”, con una sonrisa de cortesía.
Llegó a las puertas de acceso a la calle justo cuando comenzó a sonar el teléfono de recepción.

Apenas eran las once y doce minutos de la mañana.

Cerca de las tres de la tarde, pulsaba el mando que abría las verjas, camino de su garaje.

El viaje de vuelta había sido tranquilo y placentero, aunque algunos pensamientos indefinidos, que le producían cierto malestar, habían estado rondando por su mente durante el trayecto.
Accedió al jardín, una vez aparcado el vehiculo. Dos perros de presa enormes correteaban a su alrededor, meneando la cola y brincando como cachorritos, contentos de ver a su dueño.

Penetró en la casa, tiro el maletín en un sofá y se dirigió directo a la ducha.
Al cabo de media hora salió del cuarto de baño, sintiéndose mucho mas relajado.
Con ropa más cómoda y deportiva se dispuso a tumbarse en un magnifico sillón de diseño,
de acero y piel, que coronaba un salón con todo el mobiliario del mismo estilo moderno.

Encendió un cigarrillo y se dispuso a destapar una botella de vodka.
Sin querer, su mente evocaba los sucesos del día. Absolutamente sin querer.
Un extraño temblor, que se estaba convirtiendo en algo más habitual de lo que desearía,
le recorrió las manos, al mismo tiempo que su estómago parecía revolverse como un animal encerrado.

Destapó con rapidez la botella de vodka y tragó con avidez el líquido, con la esperanza de que
el alcohol cumpliera su función lo más rápidamente posible.
El timbre exterior de la verja sonó insistente en su videotelefóno, sorprendiéndole y casi atragantándolo.

Tosió un par de veces y con unas zapatillas de andar por casa, salió al jardín hacia la puerta, con el cigarro entre los labios. Al lado mismo de la verja había un buzón y en su interior, habían dejado un sobre. Lo cogió y se marchó hacia la casa, sin abrirlo.

De nuevo en el salón, sentado en el sofá, estuvo cerca de veinte minutos mirándolo, encima
de la mesa de cristal y mármol donde lo había depositado.
Sabía, en parte, lo que contenía y por eso mismo no quería abrirlo.
Comenzó a divagar…

La forma del sobre le trasladó, en su pensamiento, al borracho de por la mañana.
Recordó sus ojos. Su expresión de ausencia.

Sus ojos, perdidos en el alcohol, sumidos en la inconciencia de un ser que dejó de tener alma cuando la vendió, para comprar una ultima botella. La incoherencia de la vida,- pensó-, que
se permite mantener un ser durante años, para destruirlo de poco a poco, a plazos, como si fuera una deuda pendiente por pagar…
Una deuda que solo termina cuando no queda más vida que dar.

Se preguntó lo que habría hecho el viejo borracho con el dinero que le dio.
Quizás, no cometería el error de bebérselo y utilizara el dinero de una forma razonable para salir de la calle, de su situación de miseria, de su vida…

Pero en el fondo, se temía que había firmado con ese dinero la sentencia de muerte de aquel desgraciado. Aquello fue como darle una pistola a un suicida.
Se sintió mal.

Si algo lo diferenciaba de los demás de su oficio es que siempre había sido un gran profesional. Limpio en su trabajo.
Frío. Aséptico, como un cirujano. Había matado mucho, pero nunca gratis.

No podía permitirse en lujo de mezclar su vida profesional con su vida personal, porque sabia que eso acabaría con el. Con su dignidad.
Llegaría un momento en que no diferenciaría entre trabajo y vida.

Y eso era seguramente el principio de su fin. Cometería errores. Mataría a destiempo. Aleatoriamente.
¿Que diferencia habría ya entre su vida y la de aquel indigente sin control de si mismo, que se destruía día a día sin ni siquiera tener consciencia de que lo estaba haciendo?
…¿Y entonces...realmente lo ayudó o simplemente ya había cruzado la línea en la que ya no podía diferenciar?

Se decidió de pronto y agarró el sobre como si fuera a escapar por sus propios medios.

Lo abrió y desparramo su interior encima de la mesa de cristal.
Lo de siempre.
Un abultado sobre con unos cuantos miles de euros. Unas 10 o 12 fotografías del tipo al que próximamente tendría que buscar, direcciones, teléfonos, lugares, familia…

Vomitó violentamente sobre todo aquel material.
El estomago parecía querer salírsele por la boca.

El timbre del videotelefóno volvió a sonar. Se levantó dando tumbos, tapándose la boca, aguantando las nauseas.
Contestó un conciso “¿Si?” al descolgar y la cara del vecino se formó nuevamente en la pantallita. “Que si debe de hacer algo con los perros, que si no paran de ladrar, que si son peligrosos…”

Esta vez no contestó nada.

Simplemente, pulsó el botón que abría automáticamente la verja.
Los perros salieron del jardín, como una jauría, con los dientes ávidos de carne, de sangre.
Colgó el auricular. No necesitaba ver en la pantalla lo que iba a ocurrir seguidamente.
Demasiado violento.

Concluyó que nadie puede escapar a su destino, aunque también los hayan que lo busquen vehementemente…
Pero nadie escapa…nadie.

Se tumbo sobre la cama, para terminar de emborracharse y llorar…
Llorar hasta el amanecer y exprimir cualquier rastro de vida de unos ojos tan negros,
que parecían pintados.

Llorar con unos ojos, que cada día, eran más ausentes.





gm2010