30 de noviembre de 2010

GINA



1



Tac..tac…tac…

Curiosamente, siempre había odiado los relojes.

Para ella, el tiempo era una tortura áspera, más que un regalo de vida, pues la obligaba a ejecutar sus tareas en una forma tan pertinazmente consciente, que cada una de ellas se le anudaba en forma pesada al paso de los años.

Y así, en ese transcurrir del tiempo, con su esclavo el reloj medía sin pausa cada acto de su existencia. La pauta de cada una de sus acciones era cronometrada y eso la volvía más susceptible al paso de los instantes. “Así deben de hacerlo todas la personas” se decía, sin que eso le supusiera ningún alivio, menos aún cuando constató que la realidad de los demás era diferente.

Si, odiaba los relojes, pero no tuvo más remedio que hacerlos sus aliados…

…¿Que otra cosa podía hacer…?

El tiempo…implacable tiempo…

Tac..tac…tac…


Desde que podía recordar se había sentido sometida a su exactitud;
En el recreo del colegio, mientras los demás niños correteaban por el patio, ella permanecía ausente, contando los segundos que restaban para que tocaran la campana que anunciaba la vuelta a las aulas.

Los niños la llamaban “bicho raro” y se burlaban de ella por pasarse el recreo mirando el reloj. Pero no le importaban las burlas. No discutía. No contestaba.
De hecho, con su pequeño reloj de Mickey Mouse medía el tiempo que malgastaban insultándola; unas veces más rato…otras veces, menos.

En ocasiones se maravillaba de los segundos que una mariposa, sin productividad aparente, desperdiciaba aleteando entre las plantas de su jardín, solo para llegar a la siguiente flor – 14 segundos, 28 segundos, 11 segundos, 36… - y en su mente se fraguaba la idea de que cada segundo gastado aleatoriamente era similar a desperdiciar, gota a gota, la miel de un tarro.

Quizás nunca pudo comprender la naturaleza de la mariposa.
Quizás, no quiso ni pensarlo…

Incluso cuando le llegó el momento en el que tuvo que acomodarse a nuevas costumbres cada 28 días, - cada 1.440 minutos…cada 86.400 segundos…- fue su cuerpo tan puntual como las agujas de su segundero.

Tac..tac…tac…

Después de sus primeros 24 años de vida – su primeros 12.856.320 minutos – se hastió de contar los segundos, reservando esta tarea solo para ocupaciones más livianas, cosa que le dejó margen para otras actividades.

Así conoció a Carlos, exactamente en el minuto 13.124.196 de su existencia, en - ¡cómo no! – una relojería.

A los 16 minutos de conocerla Carlos le vendió un reloj.

A los 47 minutos, consiguió una cita con Gina para esa misma noche.

Seis meses después de aquella cita, un buen día soleado de marzo se casaron, puntualmente a las 12,00 horas, en la iglesia del barrio.

Durante los diez siguientes años, Carlos se adaptó medianamente a la manía de su esposa sin demasiadas alteraciones. Gina había acomodado su costumbre a marcar únicamente cada hora con una pequeña cruz en una hoja de la agendita, que siempre llevaba, dejando los cálculos de minutos para un rato antes de acostarse, de modo que se limitaba a solo 24 apuntes diarios minimizando así las molestias en la convivencia.

Pero llegó un momento en que su marido insistió en comentarle en repetidas ocasiones que si tanto le placía esta actividad, sin dejar de hacerla, podría plateársela de otro modo, calculando, por ejemplo, semanas enteras o incluso meses por adelantado, haciéndole notar así, que al librarse de aquella esclavitud horaria tendría la ventaja de ganar un tiempo extra para otras cosas.

A Gina semejante idea le parecía, simplemente, una aberración;
y esa posición tan desagradable de su marido terminó por sumarse a otras actitudes que fue descubriendo al paso de los años, haciendo que para ella, la convivencia fuera, tan solo, una resignación aceptable.

Y es que para ella, Carlos, era una autentico derrochador de “las gotas de miel de su tarro”, ya que en muchas ocasiones le observaba mientras transcurrían los cientos de minutos que malgastaba fumando en pipa, sentado en una mecedora vieja en el jardín, mientras el sol se relajaba cálido y naranja por detrás de la verja.

Sin embargo, ella apreciaba cada segundo de luz, único y por siempre irremplazable… mientras que él, solo se ocupaba de estar allí, fumando y mirando al vacío, leyendo novelas de misterio, como si dispusiera de aquel caudal de tiempo por toda la eternidad.

Gina se limitó, después de muchas discusiones por motivos similares, a observarle desde el interior de la casa, por entre las cortinas, contando con desesperación cada minuto perdido…

Carlos, a su vez, comenzó a sentirse observado y, de vez en cuando, al mirar hacia el interior, la veía con sus ojos clavados en él, permaneciendo así, semi escondida entre las telas, durante horas.
Después de varias veces se sintió tan incomodo y exasperado por esa rocambolesca costumbre que, simplemente, dejó de salir a fumar y leer al atardecer.
Esa fue una de tantas aficiones que tuvo que ir abandonando para evitar mayores discusiones con su mujer, que parecía vivir frenéticamente cada minuto de su vida, haciendo que la convivencia fuera descrita, por él, en poco menos que un suplicio.

A raíz de aquellos sucesos, que iban radicalizando las posturas de ambos, la tolerancia de Carlos se agotó y comenzó a salir, escapándose cada vez más de aquella casa que le agobiaba profundamente.

Gina mientras tanto, sentada en el sofá casi a oscuras y en silencio contaba, incansable, sin apartar la vista del reloj de pie del salón, cada minuto de su ausencia.

Tac..tac…tac…




2




La asimilación de Carlos de la manía obsesiva de su mujer se trastocó a que sus actos eran producto de su mala fe, derivando en que el único sentido de todo aquello era una falta total de amor, y que de este modo ella se lo manifestaba, haciendo que su vida fuera un infierno.

A razón de esto, los malos tratos eran previsibles… y no tardaron en llegar.

Al principio, la frustración de Carlos, convertida ya en intolerancia plena, se resolvió en alguna bofetada esporádica que parecía devolver a la realidad a una Gina que, día a día, era más desconocida para él.

Pero la culminación de su ira llegó cuando después de otra discusión, una borrachera cerrada y de una manotada a mano abierta, oyó que aun estando semi inconsciente en el suelo, Gina, con un murmullo de voz, contaba los segundos que tardaba en recuperarse.

A los ojos de Carlos el gesto de dolor dibujado en el rostro de su esposa se convirtió en una desafiante sonrisa…y tomando lo que estaba ocurriendo como una burla, como una falta de respeto inconmensurable, sintió cómo los ojos se le nublaban de rojo, cómo la garganta se le hinchaba a punto de estallarle…cómo sus propias manos parecían arrastrarlo en busca de su víctima…

El alcohol y la ira se cebaron en él y sintió que sus puños golpeaban, carne contra carne, sin saber ya dónde.

Al cabo de un tiempo indeterminado, exhausto y enajenado de rabia, se desplomó inconsciente en el suelo junto al cuerpo de su mujer, que yacía gravemente herida.

………………..

Recobrar el conocimiento fue como salir de golpe de una bañera llena de lodo caliente y espeso. Nada más abrir los ojos, sobresaltado, vio delante de él la cara desconocida de un hombre, que le hacía preguntas, que le sacudía. No conseguía entender ni una sola palabra de lo que le decían ni de lo que estaba ocurriendo, ni tenía idea de cuánto tiempo había permanecido inconsciente. Su casa, su salón, era un hervidero de personas desconocidas; enfermeros, policías, vecinos curiosos…

Todos pululando nerviosamente alrededor.

Sorpresivamente de su boca salió una pregunta… Una pregunta que, en el fondo, le aterrorizaba formular:

- …¿Y Gina?...mi mujer…¿donde está..? – balbuceó -

- No se preocupe ahora… – contestó el agente uniformado que tenía enfrente, sujetándole fuertemente de los brazos - …Su mujer se encuentra atendida y camino del hospital…Ahora lo importante es que se recuperen lo antes posible y nos informen de quien o quienes les han hecho esta barbaridad…

Carlos, ayudado por el policía, se incorporó despacio. Pero su mente era un torbellino.

Concluyó mentalmente que alguien, algún vecino sin duda, alertado por el ruido y los gritos de la reyerta habría avisado a la policía. Dedujo también que Gina debía de encontrarse en un estado lamentable ya que, de haber podido hablar, él estaría ahora mismo automáticamente detenido; Y recordó también las palabras que pronunció el policía, que le daban a entender que por el hecho de haberlos encontrado a los dos inconscientes en el suelo, estaban dando por sentado que habrían sido atacados en su propia casa.

De camino al hospital, en la ambulancia, comenzó a tramar la historia de cómo dos desconocidos encapuchados, posiblemente ladrones, habrían entrado por la cocina atacando e hiriendo en ese momento a Gina.
Y él, que estaba en el jardín tranquilamente fumando su pipa, al oír los gritos acudió inmediatamente en defensa de su esposa que ya se encontraba en el suelo sangrando profusamente…

“Pero, claro…eran dos hombres bien fornidos- se dijo- que en el acto se abalanzaron sobre mí, dejándome inconsciente casi de inmediato, no se, no recuerdo muy bien como…

¡Eso es!…No llegué a verlos claramente… ¡Fue todo tan rápido!...”

Se sintió aliviado…y al mismo tiempo tan miserable como nunca se habría imaginado.
Mentir era la única solución que se le ocurría para intentar subsanar la terrible equivocación que había cometido.

Se tumbó en la camilla ayudado por el médico que le abría la ropa para examinarle, al tiempo que le hacia las preguntas de rigor.
Pero Carlos no llegaba a escucharle.

Solo oía claramente, a pesar del ruido que había a su alrededor, el sonido sordo que producían algunas gotas de sangre de Gina, que se deslizaban lentamente desde las suelas de sus zapatos al suelo metálico de la ambulancia.

Tac..tac…tac…



3



Durante las siguientes semanas la vida, para Carlos, fue una mezcla difusa entre incomodidades y pequeños placeres. Ciertamente tuvo que dar muchas explicaciones, atender a los agentes que le interrogaban periódicamente sobre un detalle u otro, tratar con el resto de la familia que se interesaba por lo ocurrido, hablar con vecinos y conocidos…
Fue un caso muy mencionado en su círculo y generó, por supuesto, una gran alarma social.

Pero por otra parte, Gina no llegaba a recuperar el habla ni sus facultades, de modo que ante el hecho de una duda razonable y sin haber acusadores de por medio, la justicia no pudo proceder de ninguna forma en su contra.

Su versión de los violentos delincuentes que allanaron su hogar no pudo ser rebatida, aunque, por los numerosos y vehementes interrogatorios a los que se vio sometido, albergaba sospechas de que algunos agentes no terminaron de creerle del todo.

Pero ya hacía tiempo de aquello y en el fondo nadie, ni policías, ni jueces, ni fiscales, se atrevían a realizar una acusación formal contra él, ya que cabía la posibilidad de que lo culpabilizaran y, si
se equivocaban, harían de él otra víctima.

Así que, paulatinamente, mientras Gina permanecía hospitalizada, los interrogatorios fueron cesando, las murmuraciones del resto de la familia, remitiendo, y el interés de los vecinos, apagándose.

Esto le proporcionó, como decía, pequeños momentos de placer muy agradables pues podía permitirse amplios periodos de tranquilidad, sin sentirse agobiado por su esposa, fumando sentado en su vieja mecedora del jardín, leyendo novelas, mientras llegaba la hora de cumplir con sus habituales visitas al hospital.

Desde lo ocurrido no había vuelto a sentir la necesidad de salir y sencillamente pasaba sus tardes en casa, solitarias y tranquilas.

Sin embargo, una tarde, se dio cuenta de que su tranquilidad no era del todo absoluta.

Realmente su oído estaba tan acostumbrado que no percibió, hasta mucho tiempo después, que en su hogar no reinaba completamente el silencio.

Coincidiendo que entraba del jardín al salón para recargar su pipa, reparó en que, el reloj de pie que allí tenían, sonaba de un modo realmente fuerte.
Pensó que debía de estar estropeándose. No le dio mayor importancia, se proveyó de tabaco y salió de nuevo al jardín.

Pero ya no pudo leer en paz…

El sonido de aquel viejo reloj era notablemente alto y se apreciaba desde afuera, donde se encontraba sentado…

Se le metía en la cabeza y le repiqueteaba desde su interior… previsible… sin pausa…

Ese sonido… - ¡maldita sea! – ¡Ese jodido reloj sonaba demasiado fuerte!...
Tac..tac…tac…


Se levantó y dirigiéndose al salón, paró el reloj.

………………..

Apenas hacia quince minutos que se había sentado en su mecedora cuando el sonido estridente del teléfono le sacó de golpe de sus silenciosos pensamientos.

Era del hospital.

Gina había despertado del coma.



4



Mientras conducía a toda velocidad, su mente revoloteaba de aquí para allá, nerviosamente, haciéndole pensar en cientos de conjeturas.

Sabía que si Gina recuperaba totalmente la consciencia y pudiese comunicarse con normalidad, posiblemente él dormiría en prisión esa misma noche.
Era consciente que bastaba solo con la palabra de su mujer para que la justicia se decidiera a actuar en su contra y, también, de que pasaría muchos años entre rejas si terminaban por acusarle.

Claro que… siempre quedaba la opción de huir. Escapar rápidamente de aquella situación parecía, a todas luces, la solución más viable…pero esto, era algo que automáticamente le inculparía a vista de todos.

O quizás, había otra forma…otra manera de solventar aquello…

Tal vez, aun estaría a tiempo… y él pudiera evitar, de algún modo, que Gina declarara…

Borró esta idea de su mente con un rápido manotazo imaginario.

¿Cómo se le ocurría pensar de este modo?
¡Si ni siquiera conocía exactamente el estado de su mujer!

Por un instante se vio envuelto en un halo negro, como de aquellos personajes de los libros que terminaban asesinando o siendo asesinados, viviendo como en una realidad paralela solo creíble en las novelas con las que disfrutaba tanto leyendo.

El era solo un vendedor en una tienda de relojes y, aunque su situación personal había cambiado de forma muy evidente, su mente razonable le devolvió a la realidad.
Concluyó que lo que hubiera de pasar, pasaría, y decidió afrontar los hechos cara a cara.

Con este pensamiento, firmemente arraigado, acabó por llegar al parking del hospital y temblándole las piernas se bajó del vehículo.

Había cometido un grave error, pero era hora de asumir las consecuencias porque a pesar de que se enfrentaba a la destrucción de su modo de vida, sabía que era la única alternativa coherente que tenia.

Mientras pulsaba el botón del ascensor que le llevara a la planta donde se encontraba Gina, envidió la vida ficticia de aquellos personajillos que, con sus historias, lo solventaban todo del modo más radical o heroico, constatando que la vida real –su vida, a tenor de lo sucedido -, era realmente la novela más negra que nunca habría podido imaginar.

En la somera habitación todo permanecía igual que el día anterior.

Carlos esperaba encontrar a médicos y policías en la estancia, pero aparte de Gina, que seguía acostada con los ojos cerrados y una enfermera que estaba tomándole la temperatura, no había nadie más.

Se quedó algo sorprendido – y aliviado, en el fondo; Pero algo confuso - .
Quizás su mujer no había despertado finalmente del coma y todo era una equivocación.

Esto, aún le ponía más nervioso.

De algún modo, el hecho de que su esposa lo denunciara y el tuviera que pagar por sus actos, le parecía como si le quitara un gran peso de la conciencia.
Esta situación que encontraba ahora, habiéndose hecho el ánimo de expiar su culpa, le turbaba aun más.

- Perdone – dijo dirigiéndose a la enfermera - …Soy el marido. Me llamaron hace unos minutos, pero no sé si…

- Ah, si – contestó la chica recogiendo sus utensilios - …acompáñeme fuera.
El doctor Arias desea hablar con usted. Venga conmigo, enseguida lo aviso.

Salieron ambos de la habitación y la enfermera se encaminó hacia el teléfono más próximo en el mostrador. Después de una breve conversación telefónica, la mujer pidió a Carlos que la acompañara a una salita en el otro lado de la planta.

Allí estaba esperándole el doctor sentado tras la mesa de un despacho, ojeando gravemente algunos papeles. Después de los saludos de rigor y cortesía el medico pasó a explicarle concisamente la situación en la que se encontraba Gina;

Le dijo que su mujer jamás se recuperaría, que su estado era grave, que aunque había salido del coma profundo en el que anteriormente se encontraba sus funciones cerebrales eran prácticamente nulas, suficientes si para que pudiera respirar por ella misma y que su corazón no dejara de latir, pero con apenas un mínimo de conocimiento algunos minutos al día. El resto del tiempo permanecería en ese estado de semi inconsciencia en el que ahora estaba.

Después de todas las pruebas a las que fue sometida, ningún miembro del equipo medico supo determinar que zona cerebral o neurológica estaba tan afectada como para mantenerla en ese estado casi vegetativo y, al mismo tiempo, sana aparentemente.

Como si estuviera viva, pero eternamente dormida.

-“Simplemente, - dijo el doctor – para que usted se haga una idea:
Es como cuando paramos un reloj, por ejemplo quitándole la pila.
Todo esta bien, en su sitio…Pero, en realidad, no funciona.”

Carlos, después de oír esta comparación, miró hacia otro lado...y tragó saliva.



5



La noche fue una de esas en las que parece que el tiempo es un velo que se le pega a uno en la piel. Un tiempo que transcurría arisco y avaro de regalar cada segundo.

Pero era indispensable saber hasta qué punto llegaba la consciencia de Gina, en el caso de que en algún momento de la noche despertara; y no tenía más remedio que permanecer allí hasta comprobarlo.

Se sentó a un lado de la cama sujetándole la mano y así se sumió en sus pensamientos, hora tras hora.

Fue escasamente un par de horas antes del amanecer cuando Gina despertó.

Carlos hacía algunos minutos que se había ausentado para ir al baño y cuando salió de la estancia, volviendo a la habitación, se encontró con su mujer aun echada en la cama, pero con los ojos abiertos, mirando inmóvil el blanco techo.

A Carlos le dio una vuelta el estómago.

Se acercó despacio y encorvado- casi de puntillas - a su mujer, con una mezcla de nervios, temor y expectación.

- ¡Gina…! – susurró - ¡…Gina cariño, soy yo, Carlos…! ¿me ves, mi amor?...- dijo sujetándole nuevamente con fuerza de la mano

Ella permanecía inmóvil, impasible, mirando a un lugar ignoto desde el fondo de sus ojos quietos, mientras su marido se deshacía en disculpas y lamentos.

- ¡ Mi amor, mi vida, perdóname..! ¡ Sabes que nunca quise que esto sucediera Gina, todo ha sido debido a la mala suerte, cariño...por favor..! – suplicaba.

Pero Gina estaba en un mundo ajeno y alejado de Carlos.

Pasaron varios minutos más mientras él insistía en sus disculpas, sin que hubiera ninguna respuesta aparente, excepto los ojos abiertos de ella.

Carlos se decidió finalmente a llamar a la enfermera de guardia mediante el pulsador que se hallaba en el cabecero de la cama, y ésta acudió en unos momentos, sin darse realmente demasiada prisa.

Le explicó precipitadamente que se la había encontrado de este modo, cuando volvía del aseo, y que llevaba varios minutos así, despierta pero ausente.

La enfermera le tomó el pulso a Gina parsimoniosamente y con una linternita le enfoco al centro de sus iris. Le acomodó la cabeza en la almohada y empezó a explicarle a Carlos poco más o menos lo que el doctor Arias le había informado aquella misma tarde.

- …No espere ninguna reacción mas allá de ésta o de alguna palabra suelta como mucho – concluyó la enfermera - …lo siento mucho señor.

- Si, si…no se preocupe, ya entiendo – respondió Carlos pausadamente - …realmente no se bien que esperaba – terminando sus palabras en un murmullo.

Mientras la enfermera abandonaba discretamente la estancia volvió a sentarse pesadamente junto a su esposa, cabizbajo y pensativo.

Cayó en la cuenta de que ya no se sentía aliviado de pensar que si Gina lo hubiese podido delatar él pagaría de alguna manera su deuda, dejando su conciencia tranquila.
Se vio a si mismo cuidando de ella, a su lado día a día, en una enfermedad que posiblemente duraría años ya que físicamente sus heridas estaban sanadas.

Una enfermedad que, con su intolerancia y poca cabeza, el mismo había propiciado.
Aquel alivio se trastocó en pesar, cuando fue consciente de que su mujer, sin hablar siquiera, ya había conseguido condenarle.

Estando distraído con estos pensamientos, mirando al suelo, no se percato del movimiento lento de la cabeza de Gina, y cuando levantó la mirada se encontró, de repente, con la de ella fija en sus ojos.

- ¡Gina…! – alcanzó a decir asustado, casi en un suspiro, poniéndose bruscamente de pie volcando así su silla.

- ¡Menos cuatro mil trescientos veinte! –gritó su esposa.

Y poniendo los ojos en blanco, giro la cabeza y volvió a quedar inconsciente.

Carlos permaneció de pie, petrificado y sudoroso, sin entender del todo lo que acababa de suceder. Su corazón, que por poco no se le había parado a causa del desproporcionado alarido de su esposa, parecía ahora que quería salir trotando de su pecho.

En un acto reflejo y sin saber muy bien por qué, miró su reloj de pulsera:
Eran las 7:00 horas exactas de la madrugada del miércoles

Ni un segundo más… ni un segundo menos.


6


El pitido de la tetera hizo que Carlos volviera de los profundos pensamientos en los que se encontraba sumido.
Había sido una noche llena de sucesos contradictorios y, francamente, se encontraba agotado y confundido.

La ducha que acababa de darse y el té caliente que le esperaba iban a ser las dos únicas licencias que se permitía, desde que acudiera ayer por la tarde a la llamada del hospital.

Hacia un par de horas que había llegado a casa y sentía continuamente que alguna idea extraña le rondaba la cabeza.
Esto le generaba una sensación de intranquilidad, sin poder definir claramente de que cosa se trataba.
Sabía que había algo en lo sucedido no le cuadraba.

Algo complejo, que no acertaba a discernir.

Tomó su taza de té caliente y se dirigió pensativo hacia el sofá del salón, ya más cómodo con su pijama, y se sentó pausadamente con un pequeño suspiro.
Mientras sorbía despacio la infusión caliente comenzó a repasar mentalmente los acontecimientos del día anterior.

Con la mirada perdida al frente, reparó de pronto en el enorme reloj de pie.

Estaba parado, tal y como lo había dejado el día anterior:

Ese reloj, que era una mole en relación a los demás muebles que acotaban el salón, parecía vigilarle secretamente desde su rincón;
Inmóvil, silencioso y omnipresente.
Ni siquiera sabia ciertamente su procedencia, ya que Gina lo trajo a la casa cuando se casaron, pero ni ella le explicó, ni el preguntó.

Personalmente, a él no le agradaba demasiado, por grande y barroco, pero siendo un objeto perteneciente a su esposa, lo asumió

Se fijó entonces en que las manecillas marcaban las siete en punto.

Tan en punto que, incluso, el segundero estaba señalando las doce.

De pronto, cayó en la cuenta de que coincidía con la misma hora en que su mujer había despertado…
Sintió un pequeño escalofrío…

“Ósea que – se dijo meditabundo – cuando detuve el reloj ayer por la tarde, eran las siete en punto…y a los pocos minutos llamaron del hospital avisando del despertar de Gina…y justo a la misma hora, pero con 12 horas de diferencia, volvió a despertar y fue entonces cuando gritó ese numero…; Menos cuatro mil.. – intento recordar -...no sé que más…”

Al cabo de unos segundos, en los que parecía que su mente se había quedado bloqueada, reaccionó, levantándose de pronto del sofá, dirigiéndose a toda prisa hacia el dormitorio.

En su cabeza una incipiente idea se iba fraguando, poco a poco.

Abrió los cajones de la cómoda de su mujer registrándolo todo hasta que encontró la agenda de Gina.

Estaba guardada en el mismo sitio que él la había depositado, al poco de que ingresaran a su esposa. Comenzó a ojearla con avidez, buscando entre la jerga numérica escrita en las páginas alguna clave, alguna pista o idea que refrescara las suyas.

Revisó durante algunos minutos páginas y más páginas repletas de números y fechas.
Lo hizo cronológicamente, desde el principio de la agenda, y al cabo de unos instantes comenzó a conformarse una relación coherente de lo que estaba visualizando.

Se maravilló por la exactitud de los apuntes de su esposa, que había datado durante años cada acontecimiento de su vida.

Había notas de cada cosa de las que habían vivido durante todo ese tiempo, desde lo más insignificante hasta el último suceso relevante;
Todo estaba reflejado en sus apuntes, con fecha, duración…todo.

Llegó a la página correspondiente al día donde ocurrió el incidente y se sorprendió de lo que allí vio:

¡Había anotaciones!..
¿Pero como...?


Por un instante se encontró perplejo. Sabia que era imposible que Gina hubiese anotado nada, porque permanecía en el hospital, por tanto... ¡debió apuntarlo con anterioridad!

Ávidamente pasó páginas, en las cuales también había notas, aunque en menor cantidad, como si en esos días – que coincidían con los días de hospitalización – las dataciones se hubieran ralentizado; Solo encontró referencias a horas y minutos, sin ningún dato más que le supusiera una explicación evidente para él.

Todos los apuntes de esos días estaban escritos rápidamente, con letra algo apresurada, como si se tratara únicamente de un conteo, al contrario de los demás, bien caligrafiados, metódicos y ordenados.
Lo único que le llamó la atención de todas aquellas notas incomprensibles para él, es que desde el desafortunado día en que la golpeó, todos los números anotados eran negativos, mientras que todos los anteriores eran positivos.

Con cierto resquemor, regresó a la fecha que Gina había despertado delante de el, es decir, la de ayer por la mañana.

Sus ojos se quedaron quietos, hipnotizados, no tanto por encontrar otro apunte como por lo que allí había escrito

En el cuadro correspondiente a las 7:00 de la mañana había apuntado solamente un número:

- …menos cuatro mil trescientos veinte… – leyó en voz baja.

En el acto recordó que ese era exactamente el número que Gina le gritó en el hospital…y anotado a la hora precisa que lo hizo.

Salió despacio de la habitación, con la agenda cerrada en las manos, casi arrastrando los pies, pensativo;

Ya en el salón, deposito la agenda en la mesa y más que sentarse se desplomó en el sofá, agobiado por el extraño significado de aquellos apuntes.

No tenía ninguna explicación coherente para que su esposa hubiese anotado aquellas cifras con anterioridad, sin mencionar la exactitud…
…y sin olvidar también en el estado que aún se encontraba.

¿Como pudo despertar a la hora exacta para gritarle aquel numero… que explicación tendría todo aquello?

Hundió el rostro entre las manos y se mesó los cabellos, intentando tranquilizarse para poder pensar. Toda aquella situación se le estaba convirtiendo en un rompecabezas, del que sentía que le faltaban piezas.

De pronto, oyó el familiar sonido del reloj, que en ese momento sonaba tan fuerte, que era como si le retumbaba desde el interior de su cabeza.

Tac..tac…tac…

- ¡Maldito trasto tarado! – le gritó, como si él pudiera oírle.

Se levantó del sofá catapultado y cogiendo la agenda de encima de la mesa, la estrelló furioso contra el reloj, con tal puntería que acertó a darle a las manijas rompiendo una de ellas y doblando otra.

Se quedo unos instantes completamente inmóvil, mirando el estropicio causado…

y sobre todo, asombrado..,

¿Cómo iba a poder escuchar el sonido del reloj si, tal y como él mismo lo había dejado, aún permanecía parado?.



7



- ….¡Me estoy volviendo loco…! – musitó para sus adentros-…¡habría jurado que…!

¿Jurar, que...?
¿Qué acababa de oír un reloj que había detenido hacía días?...

Por un momento se sintió ridículo y abrumado.

Pensó que estaba sugestionándose demasiado por toda esta situación que, sumada al sentimiento de culpa, le estaba haciendo perder los estribos… oír cosas que no sucedían… y pensar en cosas impensables…

¡Y para postre, en otro arrebato de ira, había estropeado el reloj de su esposa!

Aunque sabía positivamente que Gina no estaba en condiciones de tenerlo en cuenta, no dejó de sentir cierto malestar interior.

Le suponía algo malévolo pensar el hecho de, como si no hubiese sido suficiente enviar a su mujer al hospital, que pareciera también se que se dedicaba a destruir sus posesiones.
Realmente, visto por alguien de afuera, daría la sensación de que Gina y todo lo que tuviera que ver con ella, le infundiera un intenso odio.

Y esto, realmente no era así;

Aunque pensar en esta cuestión lo llevo a constatar que tampoco la amaba ya desde hacia largo tiempo, quizás influenciado por la década que pasó soportando su manía.
…¿o tal vez, nunca llegó a amarla en serio…?

Bueno…estaba comenzando a divagar;

Centró de nuevo sus pensamientos y consideró que no había sido buena idea estropear aquella maquina, que a fin de cuentas, no hizo más que proporcionar años de impecable servicio.

Se acercó al reloj y recogió la manija partida del suelo.

Se las ingenió para armarla de nuevo y, del mejor modo que pudo, enderezó la doblada.
Aparentemente quedaron en buen estado y decidió poner en marcha la maquinaria para lo que tenía que, primeramente, abrir el armario disimulado bajo la esfera donde se encontraban los péndulos, las cadenillas y engranajes.

Al subir a su posición original los contrapesos tirando de las cadenas que los sujetaban, descubrió semi oculto tras uno de ellos un papel doblado y pegado al fondo del armario, tan lleno de polvo que en principio le pareció un nido de arañas.

Nunca antes había reparado en aquel papel, principalmente porque era Gina quien se ocupaba de la casa y por tanto, se sobreentendía que era ella quien daría cuerda al viejo reloj cuando fuera necesario.

De hecho, él no recordaba haberlo tocado nunca.

Simplemente, le habría echado un vistazo ocasional sin otro motivo que llamara su atención.

Pero al parecer, y seguramente incitada por el desentendimiento de él, Gina encontró en el reloj un lugar donde guardar algún pequeño secreto, porque el papelito que acababa de despegar del fondo del armario y que tuvo que soplar varias veces para desempolvar, estaba garabateado con la caligrafía de su mujer.

Desplegó con cuidado aquella pequeña hojita para poder leer la totalidad de lo escrito en cada doblez y lo hizo mentalmente:

“0086535 ANSOLIGRAC + 00441 SOLRAC”

No era más que otro apunte en la paranoica jerga de su mujer, similares a los que halló escritos en su agenda y, por su aspecto. habría permanecido largos años pegado y camuflado allí.

Aquello carecía de todo sentido para él y cansado de toda aquellas elucubraciones decidió que era una hora prudente para retirarse a descansar.

Guardó el papel entre las hojas de la agenda de su esposa, activó el mecanismo del viejo reloj moviendo su péndulo, lo puso en hora y se retiró a su habitación.

Mañana era sábado, día de visita en el hospital, y se prometió que en cuanto Gina pudiera razonar, por poco que fuera, le preguntaría sin falta por todas aquellas extrañas notas.

…-” tantos años juntos y nunca me fijé, nunca pregunté…
– se lamentó - …y quizás ahora, ya no pueda ni hablarme…

Y mientras se esforzaba en limpiar su mente de todos aquellos pensamientos, algo en su interior le decía que debía dormir y prepararse para cualquier acontecimiento.

Lo hizo acunado, casi hipnotizado, oyendo el compás continuo e imperturbable del viejo reloj de pie.


Tac..tac…tac…

………………..


Se despertó aún a oscuras, desorientado y alarmado por el sonido insistente del teléfono.

Apresuradamente y con el corazón en un puño busco a tientas el interruptor de la lámpara de su mesilla de noche.
Encendió la luz, se incorporó y echo un vistazo a su reloj de pulsera:

-¡Las siete y cuarto!... ¿Pero quien?... ¡Dígame! – casi gritó al auricular.

Permaneció con el aparato pegado a su oreja algunos minutos, incluso después de que su interlocutor hubo colgado.

En su oído retumbaba el pitido entrecortado de la línea telefónica ahora interrumpida, pero en su mente rebotaba, como a golpes de martillo, la noticia que acababa de recibir:

Hacia quince minutos que Gina había muerto.



8



Este acontecimiento había dejado a Carlos sin aliento y fue un mazazo para su maltrecha conciencia.

Su mente se había disparado contra él en forma de remordimientos y sensaciones contradictorias.
Ya nunca podría hablar con Gina, disculparse… ni recibir su perdón;

Y al mismo tiempo también, afloraba uno de los sentimientos más bajos que poseía por su condición humana:
El alivio que le proporciona el saber fehacientemente que no recibiría castigo alguno por su mala acción.

Prácticamente, y sin proponérselo, había llevado a cabo lo que algún personaje policiaco de sus novelas denominaría como “el crimen perfecto”.

“Si lo hubiese planeado, seguro que no me habría salido tan redondo” – barrunto con ironía.

Porque al morir su esposa en el hospital, sin estar el presente y controlada médicamente como estaba, quedaba automáticamente descartado como sospechoso de cometer cualquier acción para que aquello ocurriera y estando aún en vigor la versión de los delincuentes, todo quedaría como uno más de tantos homicidios sin resolver y…

“¡Diablos!... ¿Cómo podía estar pensando esas cosas ahora…?”
¡Si todo aquello había ocurrido a causa de un terrible error!

Nunca se le pasó por la cabeza, ni por asomo, matar a Gina…
¿…y ahora, casi estaba vanagloriándose de que le había salido todo tan perfecto, que nunca lo atraparían…?

Consideró que aquellos horribles pensamientos serian debidos a que, en el fondo, la muerte de su esposa le había afectado más de lo que en principio calculó y que posiblemente, en su interior, todo lo ocurrido estaba pasándole factura.

Tal vez, la quiso más de lo que pensaba…

Al fin y al cabo, compartió con ella diez años de su vida…
Y precisamente hoy – cayó en la cuenta - 15 de marzo, era su aniversario de boda…

… justo diez años hoy - murmuró

Se sintió un poco mareado…
Hacía casi una hora que andaba con esas cavilaciones, así que era oportuno vestirse y acudir al hospital.
Le esperaban unos días muy duros y debía hacerse el ánimo;

Ya vestido y preparado para salir, se dirigió al salón a por las llaves del coche, que se encontraban en la mesa junto a la agenda de Gina.

Al coger las llaves, tiró sin querer la agenda, que quedó en el suelo abierta y deshojada, como si fuera un pájaro abatido.

Entonces vio de nuevo el papelito del reloj que había dejado entre las páginas el día anterior.
Lo recogió junto al resto de la agenda y lo observó pensativamente.

“0086535 ANSOLIGRAC + 00441 SOLRAC”

La idea, a la que había estado dándole vueltas inconscientemente durante estos días, asociada a estas misteriosas anotaciones, pugnaba por definirse en su mente y volvió de nuevo a sentir aquella sensación extraña;

Como de enorme vacío…

Se sentó un momento intrigado en el sofá y siguiendo su intuición se concentró en el resto de las notas de la agenda revisándolas atentamente, pasando hojas al azar:

- …*16/11/02 12 am: 720 m cpras sp y zap. - *21/11/03 16 pm: 312 m limp coc. - *16/11/09 18,30 pm: 150 m tv nev…

Notas y mas notas de cada día, de cada cosa… durante años.

Comprendió de inmediato que los todos los apuntes se basaban
en una sencilla clave reducida, seguramente aplicada para agilizar las notas; El resto de los números databan fechas y espacios de tiempo.

Imaginó el infierno que bulló en la cabeza de su esposa durante toda su vida, con aquella obligación que se impuso de datar cada minuto de su existencia…
Aquello se le antojaba una pesadilla, una maldición poseer una mente tan enferma, que obligara a reseñar compulsivamente todos los sucesos.

En cambio, la mente de Carlos, estaba trabajando en esos momentos a su máximo rendimiento, intentando relacionar todos aquellos datos.

Sintió el presentimiento imperioso de volver a mirar la página del día en el que Gina despertó: El 12 de marzo.

La buscó y la releyó:

…*12/03/10 7 am: - 4.320 m…- repitió varias veces, en voz baja.

¡Y de pronto, ante sus ojos, la revelación de todo aquello le estalló como si de pronto, en el túnel oscuro de su mente, hubieran encendido cientos de luces!


9


Rápidamente, y para confirmar o descartar sus sospechas, -¿Cómo no se le ocurrió antes?- volvió a la agenda y rebuscó, con manos nerviosas, entre las páginas el día al corriente: 15 de marzo.

Solo había un apunte reseñado en el cuadro correspondiente a las 7 de la mañana:

*15/03/10 7 am: Gina 0:00

- ¡Demonios!…del 12 al 15… 4.320 minutos…son... ¡tres días!,
despertó justo tres días antes de morir… me gritó el tiempo
que le quedaba de vida…en negativo, como en
una cuenta atrás… ¡Y lo había apuntado con anterioridad!

Se quedó anonadado.

¡Gina había anotado con soberbia exactitud la fecha de su propia muerte!...hasta el preciso último minuto.

- …saber cuando se ha de morir…- murmuró perplejo.

Todo comenzó a adquirir sentido, y al mismo tiempo la magnitud de lo que estaba comenzando a percibir lo dejó aturdido.

En un impulso agarró nuevamente el papel que encontró en el reloj y volvió a leerlo y, esta vez, si lo comprendió:

Partió del apunte original, “0086535 ANSOLIGRAC + 00441 SOLRAC” que, como pudo apreciar rápidamente, estaba confeccionado también con otra sencilla clave;
Cambió el orden de los números y letras en sentido inverso;
Después, separó las letras alternadas en el primer párrafo, obteniendo así el resultado:

“5.356.800 CARLOSGINA + 14.400 CARLOS”

Con unos sencillos cálculos determinó que el número 5.356.800 escrito en el papel, estaba anotado en minutos y correspondía exactamente a un periodo de diez años;

- Y hoy 15 de marzo, hace exactamente diez años…

Se sentó en el sofá con la mente funcionándole como un motor a reacción;
Ahora había comprendido que Gina no era una enferma, una paranoica, si no alguien muy especial.
Alguien dotado de un don maravilloso… y que al mismo tiempo sería para ella una verdadera condena.

Comprendió que su mujer no era una esclava del Tiempo;
Que no estaba obligada a datar todos sus actos por algún tipo de enfermedad mental;

Sencillamente Gina estaba, de algún modo, ligada al Tiempo.

Probablemente nació con esa percepción y para ella, era algo natural;
Como es natural para los demás percibir cualquier color, la sensación que transmite… y tan complicado a la vez de describírselo a otro que, por ejemplo, fuese ciego.

En el caso de su esposa, todos los demás éramos ciegos a su percepción e imaginó el caos que hubo de formarse en su mente cuando alcanzó a entender que, absolutamente nadie, era capaz de percibir el Tiempo como ella.

Gina podía avanzar y leer entre los periodos que conformaban los minutos, las horas…los años.
De algún modo podía entender los entresijos de esa dimensión.

La implicación de todo aquello se escapaba a la lógica y al sentido común, pero era evidente que así habría sido.

Las pruebas eran contundentes.

Lo había demostrado al haber anotado aquellos datos en su agenda con anterioridad, como la fecha de su propia muerte o, por ejemplo, los cálculos periódicos en los días de hospitalización y que, al estar sumida en su inconsciencia, solo apuntó minutos u horas sobre circunstancias o cambios de su estado;
Cambios que solo ella sabría.

Su mujer vivió toda su vida con ese don, que le hacia conocer todas aquellas cosas y, al mismo tiempo, la incapacitaba para poder transmitirlas;

Y no es que Gina pusiese visionar el futuro o preveer sucesos, porque si hubiera sido de ese modo, probablemente las cosas no habrían ocurrido como ocurrieron. Eso era evidente.

Su don era saber, exactamente, cuanto duraban todas las cosas.

Entonces, se percató aterrado de que Gina vivió todos aquellos años junto a él con ese peso, sabiendo exactamente cuanto iba a durar todo, su matrimonio, su vida… aunque no supiera concretamente como iban a finalizar.

Eso, en última instancia, no importaba

Comprendió que lo que Gina hacia con su agenda era la solución lógica que halló para no terminar trastornándose, datando cada suceso por cada minuto que pasara para comprobar, una y otra vez, que todo ocurría en su momento exacto, que todo lo que sucediera durara tal y como su percepción le transmitía, sabiendo perfectamente el valor de cada segundo que iba pasando y
anotándolo en su agenda, con una sencilla clave, quizás para evitar miradas indiscretas o para ahorrarse explicaciones molestas.

La vida de su esposa no fue un frenesí alimentado por una enfermedad mental, como él le había creído siempre, si no todo lo contrario;

Fue un compromiso con ella misma y con todos los demás, consecuente con el conocimiento extraordinario que poseía sobre todos y la valentía de guardárselo y sufrirlo en su interior, siendo consciente en todo momento del terrible valor que tenia aquella información que, mal usada, era capaz de destruir la vida de cualquiera.

Sintió un gran pesar.

Se sentó en el sofá, abrumado, aún con el papel doblado entre las manos. Ese papel era la demostración absoluta de que lo que estaba deduciendo era completamente cierto.

Gina habría apuntado, el mismo día en que se casaron la duración de su matrimonio y de sus vidas en común…
Y lo habría guardado allí, en aquel papelito pegado y escondido irónicamente en el reloj, apartado de su agenda diaria, probablemente, porque aquella nota era la más importante de todas;

La que delimitaba sus propias vidas…

…¡Y de repente, recordó que el segundo párrafo se refería a él…!

Volvió al papel y del mismo modo que el anterior, calculó el número 14.400 en minutos… y el resultado fue: Diez días.

Agarró bruscamente la agenda y pasó nerviosamente todas las páginas en blanco, con el corazón en un puño, desde el día 15 al 25 de marzo…

No encontró ningún apunte más en las hojas, hasta que por fin llegó a la del día 25;

Leyó… y un nudo se aferro a su garganta:

- *25/3/10 16:35 pm: Carlos 0:00 - “TE AMO”

La sensación de vacío y arrepentimiento que sintió, al ver aquello escrito por su mujer, fue completa.

Si en algún momento anterior su conciencia le reclamó por sentir que no recibiría un castigo por su acto, esa cuenta quedaba totalmente saldada al conocer ahora, con exactitud matemática, la fecha de su propia muerte… y todo lo que aquello conllevaba.

Y ese dato Gina siempre se lo mantuvo oculto, comprendiendo perfectamente, por vivirlo en su propia piel, la tortura de desvelarle esa información.

Sufriéndolo en su interior…

Ocultarle aquello y dejarle escrito que le amaba, incluso posteriormente a sus maltratos, solo pudo hacerlo por sentir verdadero amor hacia él.

- ¡no, no..no! – gimió.

Se derrumbó en el sofá, con la cabeza a punto de estallar,
el corazón destrozado y el rostro hundido entre las manos.

Todo lo conocido hasta el momento, para él, le parecía de repente extraño; Su mente razonable comenzó a abandonarle y sus pensamientos le llevaban alocadamente de un estado a otro, balbuceando;

- ¡diez días…solo diez días!...y Gina lo sabia… ¡yo la mate!...
¡…yo lo hice!...ella me quería…me lo dejo escrito…
y lo sabia todo… diez días…diez…

Enajenado, intentando asimilar la idea de que por sus propios actos había destruido todo lo valioso que tenía, ya no reparaba en que, imperceptiblemente, la manecilla del segundero del reloj de pie seguía funcionando…
…pero ahora, misteriosamente, en sentido contrario;

Como en una cuenta atrás.

Invariablemente y sin prisa…
…un minuto menos, tras otro…

Carlos permaneció allí, incapaz de moverse y de apartar los ojos de aquel reloj, en el que Gina contabilizó tantas veces el tiempo perdido por él, y que ahora lo acercaba imparable hacia aquel próximo 25 de marzo, que ya no dudaba que seria su último día
y al que con toda seguridad, no llegaría cuerdo.

Segundo tras segundo…
…inevitablemente sin pausa…

Y mientras que la vida se le escurría a Carlos como arena entre los dedos, el reloj de pie, majestuoso e imperturbable en su rincón, parecía antojársele, en su trastornada mente, que cobraba vida y desde su enorme altura le observaba y le juzgaba, como lo haría el terrible dios Cronos con sus aterradores ojos ciegos y ausentes de piedad, condenando a una de sus criaturas que no hubiera sabido comportarse, sin animadversión pero implacable, al castigo de que por cada movimiento de sus manijas, por cada lapso, le arrancara un pedazo de razón…


…y de alma.



Tac..tac… tac







gm2010

29 de noviembre de 2010

NOCHE DE TORMENTA


Se sentó en un sofá del mismo color de las nubes que miraba.
Encendió un cigarrillo, mientras veía llover a través de unos cristales tan turbios como sus ojos. Se bebió de un trago todo el insomnio que le brindaba la noche y decidió que en sus maletas solo pondría cosas alegres.

Abrió todas las puertas de la casa, las del balcón, la del horno, las de los armarios, la de la jaula del canario, y cerró los ojos durante un minuto tratando de recordar como había llegado hasta allí.

No pudo.

Pensó que en ese instante cualquier cosa podría ser y se sintió libre, como antaño.
Bajó las escaleras hasta el portal silbando una canción desconocida y, ya en la calle, miró hacia todos lados. Había que decidir que rumbo tomar pero pensó dejar que sus pies lo hicieran. Sin ningún motivo aparente miró hacia el cielo que seguía del color de la ceniza húmeda y vio, con sorpresa, al canario posado en la barandilla de su balcón.
Estaba quieto, como él, mirando nerviosamente hacia todas direcciones, pero sin atreverse por ninguna.
Pero en un instante, ignorando que lo decidió, vio como el ave iniciaba el vuelo calle arriba sorteando gracilmente una farola y los cables enmarañados de los tendederos, desapareciendo rápidamente de su vista.

Pensó que aquella dirección, calle arriba, era tan buena como cualquier otra y sus zapatos fueron ganando velocidad.
Con cada zancada era consciente de que estaba rompiendo con la vieja vida, y ahora de nuevo se le ofrecía otra alternativa…una vida, si así lo quería, aún por estrenar. 
Se invento una nueva canción para silbar mientras alcanzaba la siguiente esquina; 
Quien sabe, quizás ya no volviera nunca.
O si…
Sonrió mirando al frente y sus pasos sonaron firmes durante algunos minutos, en memoria de que alguna vez anduvo por allí, pero poco a poco su eco se olvidó de repetirlos y pasó a otorgar voz al silencio.

Dejó de llover justo cuando amanecía. 
El cielo se mostró como solo él sabe después de desangrarse de agua, como si quisiera tratar de ocultar que alguna vez hubo noche de tormenta.
Nadie por la calle para ver el estreno del nuevo día. 
Una pena.

Solo un pequeño canario, mojado y aterido, aterrizaba de pronto en el balcón del que había despegado apenas unas horas antes. Se sacudió las plumas húmedas, pió dos veces y de un corto vuelo regresó a su jaula, en el interior del apartamento.


gm2010

PROFESIONAL


Se despertó, como cada mañana, con una resaca del quince, mientras afuera, los perros ladraban furiosamente en el jardín.
Desayunó un indispensable cigarrillo rubio y se enjuagó el humo con un buen trago de vodka, - nada mata mejor los gérmenes, decía siempre a quien le oyera – mientras se calzaba unos zapatos negros y acharolados que hacían un juego estupendo con su traje y con su mal humor matutino.

Cuando sonó el estridente timbre del videotelefóno de la verja de entrada, dudó durante unos segundos en contestar. Era demasiado temprano para hablar con nadie, demasiado pronto aun para pensar en nada. Pero descolgó el aparato soltando un conciso “¿Si?” al auricular, mientras en la pantallita se formaba de inmediato la cara poco familiar de un vecino de la urbanización. “No se qué de los perros, que si habían roto algo, que uno se escapó la noche anterior y mató a no se que mascota, que si son un peligro…”
Con un “Lo solucionaré”, dio por terminada la conversación, haciendo desaparecer al incordio automáticamente al colgar.

Medio segundo después, se había olvidado del vecino.

Cogió de la cómoda, en la entrada, su maletín de lujoso cuero negro, su teléfono de última generación, las llaves del deportivo y el resto de utensilios de trabajo y dirigiéndose al porche, se dispuso a comenzar la jornada.

Apenas amanecía y el sol despuntaba por detrás del esplendido bosque que se encontraba a los alrededores de la vivienda. Pensó, que si algo valía la pena, era ver amanecer cada mañana por entre el follaje de aquellos árboles majestuosos.
Luego, recordando que tendría que conducir cerca de tres horas hasta la ciudad, maldijo su snobismo. Suspiró resignado y patinó las ruedas del potente vehiculo al enfilar el camino de tierra que lo llevaría a la auto-vía general.

La música en el interior del vehiculo contrastaba enormemente con su aspecto y con el del auto deportivo, de ultima adquisición, de violento color amarillo y tapizado todo su interior en piel negra. Y él, con su pelo moreno bien engominado y metódicamente echado hacia atrás, con unas facciones picudas y aguileñas, de ojos de color del carbón ocultos ahora por unas carísimas Ray Ban, musculado discreta pero enérgicamente…
No, las baladas de amor, que sonaban en el interior, no eran precisamente la banda sonora que mejor lo describiría; Quizás, algo de Rammstein seria mas adecuado…
Pero en realidad, no importa la música.
Nadie se fijaría en eso precisamente, viendo de cerca su aspecto.

Llego al centro de la ciudad sobre la 10 de la mañana.

El bullicio era notable, como cada día, y era complicado llegar a cualquier sitio.
Logró aparcar relativamente cerca del lugar al que se dirigía, casi a tres manzanas, pero se sintió afortunado. Cerro el vehiculo con su mando y comenzó a caminar despacio por entre la copiosa cantidad de personas que ya pululaban, apresurados y con destinos desconocidos. Llevaba una mano en el bolsillo y la otra, sujetaba firmemente el maletín.
Silbó en alto algunas notas de una balada, pero fue solo un momento de descuido.
Prosiguió tarareándola mentalmente.


A casi una manzana de su destino, la chica que caminaba justo delante de él hizo una hábil finta para esquivar al borracho que se le sobrevenía encima, reclamándole babosamente una limosna. Al ser esquivado por la muchacha, el borracho se dio de bruces contra él, agarrandose como pudo a la costosa americana, para no caer hacia atrás. De un enérgico manotazo apartó las manos mugrientas de la cara tela y con otro movimiento mas rápido aun, lo agarró de la pechera de la camisa y acerco su rostro al del indigente.

Durante unos segundos observó al desgraciado.

Reparó en los escasos dientes amarillentos que se le entreveían en la boca, en su rostro sucio y colorado salpicado de pequeñas venas azules, en el rancio olor del alcohol cuando se ha bebido y desalojado en las ropas viejas y desaliñadas que ahora sujetaba…pero en lo que mas se fijó fueron en sus ojos. Tremendamente enrojecidos y con las pupilas tan dilatadas, que daban una tremenda y desoladora sensación de ausencia.

El borracho, que apenas si se daba cuenta de que lo estaban sujetando, percibió la cercanía de otra persona y aprovechó para largarle su letanía limosnera.
El, miró rápidamente a su alrededor, localizando una calleja cercana y poco transitada, fuera de la vista ocasional de algún transeúnte. En unas pocas y poderosas zancadas arrastró al sucio pedigüeño hasta un rincón apartado y allí lo soltó, quedándose éste sentado el suelo y sin saber muy bien como había llegado hasta allí.

Aun así, automáticamente prosiguió reclamando alguna moneda.

El, depositó el maletín sobre una caja de las que se encontraban en la basura de alrededor, y abriéndolo, cogió algo de dentro. Se quitó las gafas de sol y las guardó en el bolsillo interior de la americana, se la arremangó y agarro de la pechera nuevamente al indigente, poniéndolo en el acto de pie contra la pared.
El viejo borracho se encontró de repente con el rostro de un desconocido pegado a su cara y, forzando la vista, la centro en los ojos que lo miraban.
Negros, como el carbón.
Negros y acerados, sin el menor atisbo de luz o reflejos en su interior.
Tan negros y opacos, que parecían pintados.

Por un momento, dejó de pedir. Simplemente no le salían las palabras.
Aquel extraño que le miraba tan de cerca y que le sujetaba tan fuerte que apenas podía moverse, permanecía en silencio, mirándolo fijamente.

De repente, con un respingo, vio como el desconocido le abría su viejo gabán buscándole un bolsillo e introduciendo algo allí. Seguidamente, sintió que lo soltaba y como las piernas no reaccionaron a tiempo, se encontró sentado de nuevo en el suelo y ya libre. Observó, entre los vapores que proporciona el alcohol, como el extraño cerraba su maletín, se bajaba las mangas de la americana y después de andar algunos pasos hacia el exterior de la calleja, se giró, se puso las gafas negras que saco del bolsillo,
y le dijo:

“No hagas lo que yo haría; No hagas lo que no debes, si no quieres tener lo que no desearías…o hazlo. Da igual. En realidad, no se puede escapar del destino.”

Y con unos cuantos pasos más, aquel desconocido accedió al exterior de la calle y se perdió entre la multitud.

El borracho tardó algunos minutos en reaccionar y no conseguía entender a que se refería aquel tipo raro con sus palabras. De hecho, ya no se acordaba demasiado bien de lo que le había dicho, así que dejó de preocuparse. Al menos, pensó, no le había agredido en aquel callejón oscuro y apartado…aunque, ahora que recordaba:
Si le había registrado...

Se abrió el roído gabán y hurgó en el interior de su bolsillo, encontrando un abultado sobre. Lo destapó con dedos temblorosos, dejando que su mente febril imaginara que fuera a encontrar dinero en su interior…

Y eso, precisamente, es lo que encontró.

Después de contar los billetes uno a uno, varias veces, sumó dos mil quinientos euros.
¡No podía creérselo!
Sus ojos codiciosos de alcohólico retomaron un fulgor que hacia mucho tiempo que no tenían. Casi llorando de la emoción y de agradecimiento por haberse topado con aquel tipo tan generoso, calculó que con este dinero podría comenzar de nuevo…darse una ducha, dormir decentemente en un hotel, de momento comer algo y comprar algo de ropa. ¡Debía pensar con claridad que hacer!

Quizás antes, para templar un poco los nervios, tomaría algunas copas…

Llegó a su destino sobre las once de la mañana, un poco mas tarde de lo previsto. Pero no importaba. El incidente con el borracho le había retrasado sensiblemente, pero siempre fue un tipo al que se le daba bien improvisar.

La entrada del edificio de oficinas era lujosa, sin ser ostentosa. Detrás de las puertas de cristal que daban al acceso, se ubicaba un amplio hall de suelos de mármol y enmarcado en sitios estratégicos por exuberantes y bien cuidadas plantas naturales, algunos cuadros pintados a mano que, coordinados con gusto en sus combinaciones, colgaban elegantemente de las paredes, y al fondo cerca de los ascensores, se apreciaba una recepción que se componía de un impecable mostrador de madera finamente acabado en piel. Pero ni rastro del recepcionista.
Hora de almorzar, evidentemente.

Se detuvo justo enfrente de la puerta de ascensores observando, durante unos segundos,
su reflejo en el amplio espejo que forraba en su totalidad la pared. Descubrió unos pequeños lamparones en el frontal de su americana, adquiridos seguramente en su encuentro con el viejo borracho. Con un mohín de asco decidió que la vida útil de su Armani había llegado a su fin, en cuanto volviera a casa. La puerta del ascensor se abrió de pronto delante de él, al tiempo que sonaba un suave timbrecito. Accedió al interior y situándose frente a los pulsadores, seleccionó el 9.

En apenas unos pocos segundos, y prácticamente en silencio, la eficiente maquinaria alemana lo trasladó al nivel requerido, abriendo allí sus puertas con el mismo sonido que el del hall.
A la vista, un largo pasillo salteado de puertas y otro mostrador, pero este característicamente de secretaria. Con su ordenador, sus papeles, su teléfono y sus cactus. Pero también sin rastro de su correspondiente ocupante. Sonrió.
Así iba el país. Aparentemente en esta oficina todos los negocios se detenían a la hora de almorzar.

Desplazó unos papeles de la mesa y en el hueco apoyó su maletín.
Lo abrió y de su interior saco una pistola de gran calibre, junto a un voluminoso silenciador.
Acopló éste a la boca del arma, atornillándolo suavemente y se dirigió, sin prisas, hacia la puerta más al fondo del pasillo.

Giró despacio el pomo de la pesada puerta de madera con una mano, al tiempo que con el dedo pulgar de la otra, desbloqueaba el seguro de disparo del arma.
Entreabrió sin ruido y enseguida detectó al hombre que, en mangas de camisa y corbata aflojada, se sentaba tras la poderosa mesa de despacho, tan plenamente ocupado en sus asuntos que ni levantó la vista de los papeles al notar que alguien accedía al despacho.
“Pase Marta, pase…” – dijo el directivo, sin mirar.

Y fue en ese momento cuando levantó el rostro, comenzando a esbozar una sonrisa, que se le paralizó en los labios al encontrarse al extraño frente a él, a un par de metros.

“Marta aun no ha llegado…” - dijo el extraño con voz grave – “...Pero yo si. Hola…y adiós.”
El directivo hizo mención de ponerse en pie, pero apenas pudo.
¡Plop! ¡Plop!.... ¡Plop!

El tercer disparo, justo en la base del cráneo, fue absolutamente innecesario ya que las dos primeras balas perforaron certeramente el corazón del directivo con apenas un centímetro de diferencia. Antes de llegar al suelo de su esplendido despacho, ya era un cadáver.

Esta era la ventaja notoria de ser ejecutado por un profesional.
Una muerte rápida e indolora, sin apenas darse cuenta del trance que uno iba a sufrir en pocos segundos.

Y antes de llegar ni siquiera a pensar realmente lo que iba a suceder, ya se estaba muerto.
Nada de estertores, agonías, gritos, suplicas y todas esas cosas tan desagradables que sucedían cuando el ejecutor era un aficionado o accidentalmente, un loco desatado de esos que se ven en las noticias.

Un trabajo bien hecho siempre era de agradecer.

Desatornilló el silenciador aun humeante de la bocacha de la pistola y se lo guardó en un bolsillo.
Estaba caliente, tibio.

Pensó románticamente que, de algún modo, era como si ese pedazo de metal que estaba pensado para escupir muerte por su boca, a cambio, recibiera la vida que arrebataba y de ahí vendría su tibieza. Pero descartó ese pensamiento rápidamente, sintiéndose algo ridículo.
Sabia de sobra que ese calor se debía a la trasmisión de gases del disparo, que se comprimían en el tubo para amortiguar el ruido que se producía...
Concluyó que saber el por qué ciertamente de las cosas acababa con cualquier romanticismo, dejándolo todo en pura mecánica, física o matemática.

Se enfundó el arma en su cinturón y se dispuso a abandonar el despacho con la misma discreción con la que había llegado.

Cuando se acercó nuevamente a recuperar el maletín, que había dejado en la mesa de la secretaria, para guardar el arma, oyó a su espalda el característico timbrecito del ascensor, lo que quería decir que alguien estaba a punto de acceder a donde el se encontraba.
Agarró de un manotazo la maletita y de un rápido movimiento se introdujo en un despacho contiguo sacando, a la vez, la pistola.

Desde ese despacho paralelo, y con la puerta apenas entreabierta, vio como supuestamente Marta, que era una señora ya entrada en años, salía del ascensor sujetando una bandeja con tazas de café y algunas pastas. Pasó por su lado sin mirar hacia donde el se ocultaba y se dirigió al despacho donde, apenas hacia un par de minutos, había dejado durmiendo para siempre a aquel hombre.

En cuanto Marta sobrepaso su puerta, contó hasta cinco y sin hacer ruido salió del despacho y se introdujo sigilosamente en el ascensor. Pulsó el 0. Las puertas se cerraron obedientemente y la maquina comenzó a descenderlo hasta la planta del nivel de la calle.
Apenas había alcanzado la 7 planta cuando oyó el grito desgarrado de la mujer.

Se abrieron las puertas del ascensor en el hall y, ahora, si había un recepcionista.
Un portero uniformado y situado notablemente digno detrás de su mostrador.
Salió del habitáculo y saludó con un somero “Buenos días” a lo que el portero contestó educadamente “Buenos días, señor”, con una sonrisa de cortesía.
Llegó a las puertas de acceso a la calle justo cuando comenzó a sonar el teléfono de recepción.

Apenas eran las once y doce minutos de la mañana.

Cerca de las tres de la tarde, pulsaba el mando que abría las verjas, camino de su garaje.

El viaje de vuelta había sido tranquilo y placentero, aunque algunos pensamientos indefinidos, que le producían cierto malestar, habían estado rondando por su mente durante el trayecto.
Accedió al jardín, una vez aparcado el vehiculo. Dos perros de presa enormes correteaban a su alrededor, meneando la cola y brincando como cachorritos, contentos de ver a su dueño.

Penetró en la casa, tiro el maletín en un sofá y se dirigió directo a la ducha.
Al cabo de media hora salió del cuarto de baño, sintiéndose mucho mas relajado.
Con ropa más cómoda y deportiva se dispuso a tumbarse en un magnifico sillón de diseño,
de acero y piel, que coronaba un salón con todo el mobiliario del mismo estilo moderno.

Encendió un cigarrillo y se dispuso a destapar una botella de vodka.
Sin querer, su mente evocaba los sucesos del día. Absolutamente sin querer.
Un extraño temblor, que se estaba convirtiendo en algo más habitual de lo que desearía,
le recorrió las manos, al mismo tiempo que su estómago parecía revolverse como un animal encerrado.

Destapó con rapidez la botella de vodka y tragó con avidez el líquido, con la esperanza de que
el alcohol cumpliera su función lo más rápidamente posible.
El timbre exterior de la verja sonó insistente en su videotelefóno, sorprendiéndole y casi atragantándolo.

Tosió un par de veces y con unas zapatillas de andar por casa, salió al jardín hacia la puerta, con el cigarro entre los labios. Al lado mismo de la verja había un buzón y en su interior, habían dejado un sobre. Lo cogió y se marchó hacia la casa, sin abrirlo.

De nuevo en el salón, sentado en el sofá, estuvo cerca de veinte minutos mirándolo, encima
de la mesa de cristal y mármol donde lo había depositado.
Sabía, en parte, lo que contenía y por eso mismo no quería abrirlo.
Comenzó a divagar…

La forma del sobre le trasladó, en su pensamiento, al borracho de por la mañana.
Recordó sus ojos. Su expresión de ausencia.

Sus ojos, perdidos en el alcohol, sumidos en la inconciencia de un ser que dejó de tener alma cuando la vendió, para comprar una ultima botella. La incoherencia de la vida,- pensó-, que
se permite mantener un ser durante años, para destruirlo de poco a poco, a plazos, como si fuera una deuda pendiente por pagar…
Una deuda que solo termina cuando no queda más vida que dar.

Se preguntó lo que habría hecho el viejo borracho con el dinero que le dio.
Quizás, no cometería el error de bebérselo y utilizara el dinero de una forma razonable para salir de la calle, de su situación de miseria, de su vida…

Pero en el fondo, se temía que había firmado con ese dinero la sentencia de muerte de aquel desgraciado. Aquello fue como darle una pistola a un suicida.
Se sintió mal.

Si algo lo diferenciaba de los demás de su oficio es que siempre había sido un gran profesional. Limpio en su trabajo.
Frío. Aséptico, como un cirujano. Había matado mucho, pero nunca gratis.

No podía permitirse en lujo de mezclar su vida profesional con su vida personal, porque sabia que eso acabaría con el. Con su dignidad.
Llegaría un momento en que no diferenciaría entre trabajo y vida.

Y eso era seguramente el principio de su fin. Cometería errores. Mataría a destiempo. Aleatoriamente.
¿Que diferencia habría ya entre su vida y la de aquel indigente sin control de si mismo, que se destruía día a día sin ni siquiera tener consciencia de que lo estaba haciendo?
…¿Y entonces...realmente lo ayudó o simplemente ya había cruzado la línea en la que ya no podía diferenciar?

Se decidió de pronto y agarró el sobre como si fuera a escapar por sus propios medios.

Lo abrió y desparramo su interior encima de la mesa de cristal.
Lo de siempre.
Un abultado sobre con unos cuantos miles de euros. Unas 10 o 12 fotografías del tipo al que próximamente tendría que buscar, direcciones, teléfonos, lugares, familia…

Vomitó violentamente sobre todo aquel material.
El estomago parecía querer salírsele por la boca.

El timbre del videotelefóno volvió a sonar. Se levantó dando tumbos, tapándose la boca, aguantando las nauseas.
Contestó un conciso “¿Si?” al descolgar y la cara del vecino se formó nuevamente en la pantallita. “Que si debe de hacer algo con los perros, que si no paran de ladrar, que si son peligrosos…”

Esta vez no contestó nada.

Simplemente, pulsó el botón que abría automáticamente la verja.
Los perros salieron del jardín, como una jauría, con los dientes ávidos de carne, de sangre.
Colgó el auricular. No necesitaba ver en la pantalla lo que iba a ocurrir seguidamente.
Demasiado violento.

Concluyó que nadie puede escapar a su destino, aunque también los hayan que lo busquen vehementemente…
Pero nadie escapa…nadie.

Se tumbo sobre la cama, para terminar de emborracharse y llorar…
Llorar hasta el amanecer y exprimir cualquier rastro de vida de unos ojos tan negros,
que parecían pintados.

Llorar con unos ojos, que cada día, eran más ausentes.





gm2010

PATRIA



De nuevo amaneció gris, más que mi propio uniforme.
Al menos hacia algunas horas había dejado de nevar, aunque no repercute en ninguna ventaja. Ahora se hizo todo hielo.
A mi alrededor, en la trinchera, continúan los cadáveres helados de los compañeros que cayeron anoche en el último ataque. Son mala compañía y nada habladores.
Procuro no mirarles demasiado. Ellos al menos ya no sienten frío. 
Ni nada.
Yo si siento que mis manos parecen de madera, como la clara corteza de los abetos de alrededor; Duras, gélidas y blancas, dentro de unos guantes que se hicieron de hierro por el hielo. Apenas puedo doblar la punta del dedo en el gatillo de mi fusil, pero así es el trabajo del soldado. Pasar calamidades y sufrimiento es parte del contrato, aunque sea un contrato que nunca firmé.
Supongo que habrá destinos más agradecidos – si es que hay algo que agradecer en este oficio – pero en todos los frentes imagino que debe ser igual.

No hago más que pensar en Marta y en mi pequeñín, Rubén. Aún no me conoce, pero estoy seguro que oye todo lo que le digo en su pensamiento. Son lo único que me mantiene verdaderamente vivo, despierto. Luchar por ellos, por la familia, por la tierra…luchar por la patria.
Por que eso en realidad es la patria; No la política, los ideales…
Volver al calor del hogar, donde te esperan impacientes una bella mujer y un hijo, deseando abrazar a su esposo, a su padre. La familia, los amigos, trabajar, día a día por ellos. Vivir y morir por ellos.
Esa es la patria.

Un soldado de enfrente ha levantado la cabeza. Creo que va a salir. Preparo mi arma apuntando cuidadosamente al bulto. Ha sido solo un instante, pero suficiente para ubicarlo. Para apuntar con precisión con tanta nieve alrededor, con tanta claridad, no hace falta ser muy experto. 
-¡Dios, que frío tengo!-.

A unos metros, el compañero de mi lado no se ha dado cuenta o no lo ha visto. 
Sigue en la misma posición de vigía sin apenas moverse durante horas. 
Es un buen soldado y mejor muchacho. Un buen amigo.
Ya hemos pasado muchas calamidades juntos y siempre hemos salido ilesos. 
Sé que no dejaría que me pasara nada del mismo modo que yo no lo haría. 
Pero en esta puta guerra nunca sabes si habrá un mañana.

De nuevo se mueve el de enfrente. ¡No nos ha visto! Creo que va levantarse…
Se levanta. Apunto y disparo.
El tiro ha sonado como un trueno y ha hecho que gran cantidad de nieve se desprenda de los abetos, cambiando inmediatamente el perfil del suelo. Debo haberlo alcanzado en el corazón y el hombre se ha desplomado como un saco lleno de piedras;
Ya no me impresiona. Es una rutina diaria. 
Él o yo, por duro que suene.

Me pregunto, si para él, la patria sería lo mismo que para mí.
Prefiero pensar que no; que sería un fanático de esos que luchan por obtener honores, por idealismos. No quiero quedarme solo con el pensamiento de haber propiciado otra viuda, otro huérfano.

El ayudante de cocina llega puntualmente a mi puesto con el desayuno y una carta..
Trae un café horroroso y trozos de pan incomibles pero menos es nada.
Con este frío, sin alimentarse al menos de esto, no duraríamos nada en las trincheras.
Perro trabajo el suyo.
Arriesga la vida tanto como nosotros pero la diferencia consiste en que si alguno de nosotros tiene la desgracia de caer, lo hace en combate, como un hombre. Con honor. 
Él en cambio, si cae, habrá muerto por arrastrar un termo grande de café y chuscos duros. 
Y sin embargo, si no fuera por él no podríamos sobrevivir aquí. 

Empiezo a sorber ávidamente la infusión caliente y aprovecho para leer la carta que me ha traído al mismo tiempo. ¡Menos mal!
¡Sin noticias de casa, me volvería loco!
...Mi Marta y mi Rubén…

Antes de abrir el sobre observo que el ayudante esta agarrando el arma de mi amigo, que continua inmóvil en su puesto. Con gestos impacientes, sin usar la voz, le pregunto que pasa. Me dice que está muerto.
Se ha congelado esta noche.

Intento recuperarme y pasar pagina. Era un buen amigo, pero así es la guerra. 
Pronto vendrá alguien a sustituirlo y en unos días su rostro, sus acciones, se difuminaran en mi memoria. Solo cuenta que nadie traspase este puente que defendemos.

Procuro distraer mi pensamiento y comienzo a leer la carta de apenas medio folio.
Que extraño…El remite es de un vecino...

“Estimado Carlos:

Siento mucho tener que dirigirme a ti en estas circunstancias, pero soy el único que ahora mismo puede hacerlo. En la madrugada de hace un par de días se produjo un terrible bombardeo sobre nuestro pueblo en el que desgraciadamente fallecieron Marta y Rubén. Sabemos que será una noticia demoledora para ti, pero solo has de pensar en procurar volver porque somos muchos los que te esperamos…. “

La luz se ha convertido en húmeda niebla delante de mis ojos.
- ¡Marta!...mi niño!

Implacable, el enemigo ha comenzado a avanzar.
Casi puedo distinguir las facciones de cada individuo, pero ya no me importa.
He dejado mi arma apoyada en la trinchera y me he tumbado encima de los cadáveres congelados. Me siento destruido.
Me acurruco lo mas al fondo que me permite el hueco de tierra donde estoy, que ya no me parece tan frío. Es más, por primera vez en todos estos meses me parece que la tierra esta caliente, a pesar del hielo y la nieve. Me llama, me acuna…

Los soldados enemigos invaden la trinchera sin reparar en mí, que sigo inmóvil al fondo del agujero. Piensan que estoy muerto, como los demás.
Desabrocho de mi cinturón dos granadas de mano y agarro los seguros.
Dejo que los soldados se aproximen hasta que los tengo a menos de un metro.

La granada que sujeto en mi mano derecha será por Marta.
La de mi izquierda, apretujada fuertemente junto a mi pecho, pegada a mi corazón,
por mi pequeño Rubén.
Suelto los seguros con los dientes y cierro los ojos.

¡Si no hay patria, no hay guerra!

Cuando me estallaron, en realidad, yo ya estaba muerto por dentro.