7 de marzo de 2012

La historia injusta.


Si bien todo empezó de la manera más burda e inocente – con unos viejos zapatos de tacón encontrados por casualidad en el desván de una vieja casa abandonada – ciertamente siempre supe, que en el fondo, nunca fui una persona decente.
La prueba de ello es que escribo esta memoria desde mi celda, en espera de mi ejecución.

Recuerdo perfectamente la impresión que sentí al ver aquel calzado, destacando casi como objetos vivos y aun brillantes entre tanta basura y escombros, aunque sigo sin comprender como pudo ese pequeño descubrimiento influenciarme tanto con tan solo nueve años de edad; Entonces aun era imposible que entendiera el significado fetiche de un objeto – ni siquiera puedo asegurar que conociera la palabra - pero aquel suceso, sin duda, fue determinante para el resto de mi vida.

Los extraje con cuidado, casi con devoción, de entre todos aquellos restos de pared y madera, me quite la camiseta y los envolví delicadamente, como si fueran cachorritos, para llevarlo escondidos de este modo a mi habitación.
Durante varias noches disfruté en el silencio de mi cuarto de la imagen que reflejaba en el espejo con ellos en mis pies, aunque evidentemente me venían demasiado grandes. Pero eso no importaba demasiado. 

Sentía una mezcla de inexplicable excitación, junto a la sospecha de estar haciendo algo prohibido, retorcido o depravado. No se bien como explicarlo con palabras de adulto, pero si se que aquella sensación indescriptible, después de la primera vez, nunca se volvió a repetir del mismo modo. Al menos con aquella intensidad primera.
Creo que fue entonces cuando elaboré una de mis teorías: La de “las primeras veces”, que fui confirmando en las acciones del resto de mi vida.

El descubrimiento por parte de mi madre de mi insignificante secreto me llevó a elaborar otra importante teoría: Cuando me vio con aquellos zapatos puestos, se escandalizó, me preguntó, me abofeteó y los quemó delante de mí;
Supe inmediatamente que me odiaba.

Pasaron algunos años y, como nunca pude olvidar aquellos zapatos, decidí que debía ir buscando otros sustitutivos. Fue entonces cuando comencé con los robos en casa de los vecinos. Pequeños hurtos que consistían mayormente en prendas de ropa interior femenina, discretos abalorios y algunos objetos personales que usaba y lucia privadamente en la tranquilidad de mi cuarto. 
La primera vez que entré furtivamente en casa de una vecina volví a sentir aquella sensación, confirmando mi principal teoría de “las primeras veces”. 
Aquel miedo mezclado junto a la excitación y riesgo me volvía loco. 
Así que, progresivamente, fui siendo mas audaz y persistente, arriesgando a veces hasta el límite de invadir silenciosamente los dormitorios con sus ocupantes durmiendo, sin sospechar nada, a pocos metros de mí.

Nuevamente, como pasaba tantas horas encerrado en mi habitación, desperté las sospechas de mi madre y fui fatalmente descubierto mientras me probaba los últimos trofeos adquiridos con mis saqueos.
Esta vez no hubo bofetada, quizás por mis incipientes diecisiete años, pero si algo aun más denigrante para mi cuando mi madre informó de mis actividades al borracho apestoso de mi padre. Tener que aguantar su aliento de alcohólico a escasos centímetros de mi cara, mientras intentaba soltarme una incoherente parrafada de sexo, educación y buenas maneras, fue demasiado para mi resistencia. 
Justo en ese instante fue cuando supe que les odiaba.

Desligado de los “controles” paternos, solo al cabo de un par de años, cometí mi primer error grave abalanzándome contra aquella vecina cuando fui descubierto en su casa una noche, hurgando entre sus cosas.
Durante el juicio se dijeron atrocidades de mí, que si era un depravado, un monstruo en ciernes, un abusador…un posible asesino. 
Pero ya que las lesiones que le infringí no pasaron de un par de apretones en el cuello – solo por miedo y con la única intención de dejarla inconsciente – pagué mi deuda con unos meses de confinamiento en un centro de baja seguridad, en el que conocí a personajes ciertamente muy interesantes.
Otros, como los que me violaron reiteradamente, los que me robaron, los que me pegaron, no me parecieron tan instructivos.

Si la función última de los regímenes penitenciarios es la reinserción a la sociedad, con los “malos hábitos” corregidos, puedo decir en voz alta que no se consigue.
Las vivencias, las actitudes y los pensamientos de aquellos que conocí durante mi estancia en aquel centro no hicieron más que confirmarme que la sociedad pertenecía a unos pocos, de los que me sentía ampliamente excluido, ya que con apenas veintiún años y a causa de mis antecedentes no conseguía un trabajo en condiciones una vez finalizado mi internamiento.
Fue entonces cuando determiné que odiaba intensamente a aquella sociedad que me repudiaba.

Me dedique durante algún tiempo, ya que no podía hacer otra cosa, a vagabundear de aquí para allá, cometiendo algunos hurtos para subsistir; Recogiendo chatarras y objetos usados, trabajando eventualmente en gasolineras, tiendas o granjas.
Mi vida se había convertido en un camino llano, sin emociones ni expectativas.
Ciertamente era de lógica que aquella teoría predominante de “las primeras veces” volviera a resurgir, ya que no disponía de ningún otro incentivo y en busca nuevamente de aquella emoción fue cuando me sentí preparado para realizar mi primer asalto.
Realmente, no era más que un proyecto en mi mente, una fantasía que me turbaba y me excitaba sobremanera; Una fantasía, si, pero aferrada fuertemente a mi ser y a mis necesidades de venganza.. 

Por aquella época – ya tenía veinticinco años – comencé a mantener una pequeña relación con una chica del pueblo que acababa de conocer. Y digo “pequeña relación” porque realmente no habíamos pasado aún de algunos besos o tocamientos más o menos inocentes. Creo que, debido a mi condición de ex convicto, aquella muchacha no llegaba a confiar en mí, cosa que me molestaba intensamente.
Las garantías que le ofrecía con mi trabajo en una tienda, mi paciencia, dedicación y amabilidad con ella en todos los sentidos, no parecían serle suficientes.

Una noche, en la que había salido bastante irritado de aquel miserable trabajo, había quedado con Mary – llamémosla así – y terminamos tomando algunas cervezas en el bar hasta que cerraron. 
Decidí que era mejor que la acompañara a casa – hay tanto loco suelto por ahí – y a ella le pareció bien. Con un pequeño beso en los labios nos despedimos en su puerta y aunque le solicité algo más, me indicó que ya era muy tarde y estaba cansada. 
No negaré que mi primer sentimiento fue de ira y frustración pero, de algún modo, también de respeto. 
Me marché algo confuso por aquellas contradicciones y al rato recordé que Mary se había quedado sin saberlo con mis llaves. Digo sin saberlo porque en el bar, mientras ella estaba en el aseo, introduje mis llaves en su bolso, principalmente por que me molestaban en el bolsillo – o quizás inconscientemente con la intención de volver a su casa con aquella excusa -. 
Del modo que fuera, me encontraba en la calle sin las llaves de mi casa, así que volví sobre mis pasos dispuesto a pedírselas.

En casa de Mary aún había luz así que llame con despreocupación a su puerta.
Me abrió un joven semi desnudo más o menos de mi misma edad y en principio pensé en que se trataba de su hermano…hasta que recordé que Mary vivía sola.
Me quedé perplejo y pregunté por ella, justo cuando se asomaba a la puerta vestida tan solo con su ropa interior y unos zapatos de tacón
Se disculpó con un “lo siento” y una retahíla de excusas que ya no llegué a entender, sobre todo porque ya no le prestaba atención. Le pedí mis llaves y me marché con la mente a punto de estallar sin querer oír más explicaciones. 
Solo podía pensar en lo injusta que estaba siendo mi vida.

Pasaron un par de horas y, desde el sitio que estaba apostado, vi como aquel joven abandonaba la casa después de darle a Mary un largo y húmedo beso desde la puerta.

Alcanzarlo por la espalda y propinarle un fuerte golpe en la cabeza con un palo que me agencié fue cosa fácil. 
La sorpresa siempre había sido una gran aliada para mis tropelías.
Una vez en el suelo le salté algunos dientes con unas cuantas patadas y me aseguré de dejarlo inconsciente para que le resultara difícil recordar con exactitud lo sucedido.
Era la primera vez que daba una paliza de aquella manera y he de reconocer que me resultó bastante excitante y gratificante; 
Pero no suficiente.

Lo dejé desvanecido, allí escondido tras unos arbustos, y me acerqué de nuevo sigilosamente a la casa. Forcé fácilmente una ventana y penetré en la habitación de la chica, que ya dormía placidamente. En la penumbra el aspecto de la cama muy deshecha, la ropa y zapatos tirados por el suelo y las sabanas arrugadas denotaban que había habido mucha actividad recientemente. Quizás la palabra para describir lo que sentía en ese momento al ver aquello pudiera haber sido “furia”, de no ser por la mezcla de riesgo, miedo y placer por lo que estaba a punto de hacer.

Agarré una de las medias que encontré y la pase suavemente por su garganta, procurando no despertarla. Cuando lo había conseguido me quedé un par de minutos fascinado mirándola, sin apretar, disfrutando o quizás alargando el momento para poder grabarlo perfectamente en mi memoria; Pero justo en ese instante, despertó.

Gritó un sonido agudo, casi como un animal, que me asustó sobremanera y entonces apreté y apreté la media violentamente para acallarla. 
Nunca podría haber imaginado que una chica tan aparentemente frágil como aquella tuviera tanta fuerza y destreza, ya que antes de poder asegurar bien mi estrangulamiento se zafó de mi con unos cuantos golpes bien dirigidos y un zarpazo me que marcó la mejilla con tres de sus uñas.
Gritaba como una loca y poniéndose en pie rápidamente se dirigía hacia la puerta, sin duda con la intención de escapar y denunciarme, aunque yo realmente no le había hecho nada. Eso era algo que no podía permitir. 
Agarre uno de los zapatos de tacón del suelo y la golpeé con fuerza en la base del cráneo. Inmediatamente cayó desplomada.
Tuve que esforzarme para retirar el zapato, ya que el tacón se había introducido hasta casi la mitad, en su cabeza. 
Me quede mirándola, casi hipnotizado durante unos minutos, mientras mi excitación llegaba a su cumbre.

Salí de aquella casa tan sigilosamente como había llegado después de comprobar que no había luz en las ventanas de los vecinos. 
En mis manos portaba una sabana enrollada, manchada de sangre y en su interior, delicadamente envueltos, su par de zapatos de tacón. 
En pocos segundos me perdí en la noche, como una sombra más.

Al día siguiente averigüé por los noticiarios que el joven también había muerto debido a la brutal paliza que le propiné y, aunque no quedaban testigos de mi acción, decidí que lo mejor era cambiar de aires lo antes posible.

Este fue el primero de mis asaltos y quizás por eso lo recuerdo especialmente, con más detalles, con más significancia.
En los siguientes nueve años estrangulé, acuchillé, violé y maté a dieciocho mujeres, tres hombres, un niño y una niña., como expliqué exhaustivamente en mis declaraciones, en el juicio, en la prensa, y ahora, finalmente, en esta memoria.
Mañana, a las doce en punto, acabaran con mis sufrimientos con una maldita inyección y se terminará, por fin, esta historia injusta.



“Son las doce y tres minutos y ya estoy inmovilizado en esta camilla. He pedido que me venden los ojos porque no soporto ver a la gente que me mira detrás de ese cristal, como si fuera un animal o una atracción.
Quizás no debí pedirlo porque ahora no se que es exactamente lo que están haciendo. Solo oigo ruidos metálicos, algún cuchicheo y sobre todo el ruido ensordecedor del silencio. Se que no tengo miedo, pero me siento intranquilo. No se, no me imagino que puede ocurrir, que voy a sentir. 
Tanta muerte que salio de mí y curiosamente nunca pensé en lo que se sentiría al morir. 
Siempre tuve la sensación de que era inmortal, ¡que tontería!, aunque supiera que eso no era posible. Pero nunca, ni por asomo, imaginé este modo de morir.
Era más lógico suponerse con ochenta años, achacoso, viejo y decrépito. 
Que dejaría este mundo placidamente desde la tranquilidad y calidez de mi cama, en mi casa. Pero esta vida me ha demostrado que es injusta. Todas mis expectativas, mis deseos, y mis acciones han sido igual de injustas. Igual de injustas que las muertes que propicié. Nunca he podido entender el sentido de todo esto, el fin ultimo de una existencia que forja personas como yo.
Que di muerte con mis manos humanas, del mismo modo que otras manos humanas me dan muerte.
Me siento insensible. No puedo arrepentirme de lo que he hecho, incluso ahora que quiero hacerlo. Simplemente, no me sale.
Solo siento frío y un horrible sabor en la boca, como a hierro. 
Las venas me arden, aunque no he notado ningún pinchazo. Imagino que será por el primer líquido que me están inyectando, que es el anestésico que hará que deje de respirar, para que pierda el conocimiento y deje de notar los otros líquidos que corroerán mi hígado, mis pulmones y mi corazón. 
Ya está todo en marcha, sin duda…ya no siento frío, ni calor ni nada. 
En realidad es una muerte dulce, que no me merezco después de haber causado tanto dolor…supongo que todos a los que torturé hubieran deseado morir como lo estoy haciendo…sin dolor…con tranquilidad…con sabor en la boca a hierro e injusticia…

…solo luces difusas a mi alrededor…un limbo negro de sombras y reflejos…sonidos que no se ni de donde vienen ni de que son…siento mareo y agobio…floto en la nada más absoluta pero sin embargo, se que estoy….de repente esa luz…esa luz potente que me atrae, que me llama…me deslizo hacia ella…me deslizo…me caigo…"




El medico me agarro por las piernas y una flash inmenso de luz me rodeó como una manta. El frío es horrible pero me están envolviendo en algo y mis pulmones estallan en un amargo llanto. 
- ¡Enhorabuena señora, - dijo el doctor – es una preciosa niña!

…pero claro, yo no entendí nada.

Inocentemente, acababa de nacer.