4 de febrero de 2013

La Playa


Todos los veranos acabamos en la playa. Se ha vuelto una costumbre inevitable, pero a mí más que aburrirme me encanta, aunque mi obligación como niño sea poner mala cara a todo lo que se me diga.
Desde primera hora de la mañana estoy bajo la sombrilla mientras se termina el almuerzo y luego, con el último bocado aún masticándose – y después de la imprescindible crema solar por el cuerpo – ya soy libre para jugar a mis anchas.
Hay veces que juego a los castillos de arena en el que pequeñas doncellas pelirrojas llaman a grititos a príncipes color mermelada para que las liberen, aunque por norma se termine por destruir la magnifica edificación que tanto tiempo llevó hacer.
Otras veces me comunico con alguna lejana sirena, a través de una caracola abandonada, y me cuenta cotilleos de los fondos más marinos y azules, que fue de aquel atún gigante con tal mal genio, las maldades del tiburón de una peca…Todo me cuenta.
En ocasiones he pasado mi rato jugando a ser el capitán de un gran ballenero, luchando a muerte contra una terrible orca negra y blanca que era perseguida por acabarse la mayoría de bancos de sardinas sin permiso…
- ¡Carlos, ya nos vamos! - Oigo decir a mi madre y se que se acabaron las aventuras por hoy. Antes que ella llegue a mi altura lo hace el aroma de su bronceador, que no sé por qué a ella le huele a rosas…y un minuto después llega a mi silla. Me da un beso, desbloquea los frenos de las ruedas y comienza a empujarme suavemente hacia la rampa de coche.
Mañana, jugaré a ser un terrible pirata, terror de los bucaneros...



1/2013