Siempre he pensado que la mejor
manera de empezar una historia es metódicamente, por el principio; Paso a paso
y hecho a hecho.
Quizás resulte obvio decirlo así pero, según mi dilatada experiencia, no en todas las ocasiones se comprende la secuencia de una historia, y esto es debido generalmente al modo de interpretarla o incluso por el añadido de opiniones personales;
Por este motivo mantengo la sana costumbre de ceñirme estrictamente a datar cada una de las circunstancias de cada caso, sin inmiscuirme en valoraciones propias ni propiciar conclusiones aparentes, ajustándome lo máximo posible a la veracidad de lo sucedido.
Así que siendo consecuente, comenzaré por presentarme:
Me llamo Ariel Merino, y soy inspector de policía;
Digamos que mi especialidad es un tanto particular y soy ampliamente conocido por ello en el cuerpo; Normalmente me ocupo de los casos en los que las circunstancias lógicas son en un tanto (o en mucho) poco habituales, como en esta ocasión.
(He de confesar que mi dedicación siempre fue más allá del deber, y hago esta puntualización ya que lo que paso a relatar sucedió realmente estando fuera de servicio, a petición de un antiguo amigo, por lo que no existe informe pericial, ni atestado, ni siquiera notas fuera de esta pagina que escribo desde la suave claridad de mi habitación, en mi nuevo apartamento, a modo de registro para un futuro trabajo literario, si es que se diera el caso.)
Por lo ya explicado, dejo esta anotación como aviso y le rogaria a quienes, por el motivo que fuera, pudieran acceder a leer estos archivos los mantuvieran en la más absoluta confidencialidad.
Sin más preámbulos, diré que todo comenzó hace cinco días cuando recibí la extraña llamada telefónica de mi amigo Carlos Porcel, rector adjunto de una importante universidad de Madrid, al que hacia algunos años que no veía.
Después de finalizar la llamada me invadió durante un tiempo cierta sensación de malestar, quizás debido al tono de súplica, nada habitual, en Carlos – hombre serio y cabal donde los haya – o posiblemente también por la naturaleza de su petición, ya que se trataba de que investigara a titulo privado, - evitando de este modo que se filtrara cualquier tipo de información pública que pudiese relacionarse con su buen nombre, - una serie de rumores que circulaban sobre ciertos hechos que al parecer se sucedían desde hacia algún tiempo en las dependencias de la universidad que regentaba.
Precisamente, por venir de quien venía esta petición, movido aún más incluso por su contexto que por la larga amistad que nos unía desde hacía años, decidí presentarme sin falta a la mañana siguiente en su despacho.
Debido a mi naturaleza observadora, en cuanto traspasé la puerta para ingresar en la pulcra estancia en donde ya me aguardaba mi querido amigo, constaté con alivio que no existía aparentemente rastro de un posible desorden mental, por la disposición correcta de todos los objetos que allí había; Todo estaba tal y como se podría suponer en el despacho de un rector de universidad y no halle ningún signo o apariencia que delatara síntoma alguno de senectud o desvarío que propiciara el estado de extraordinaria sobre excitación en el que lo hallé.
Si me fije en el modo en el que Carlos sujetaba fuertemente lo que supuse su teléfono móvil y después de los saludos de rigor me acomodé en un sillón de aquel despacho, dispuesto a escuchar atentamente el relato de lo que tanto aturdía a mi amigo.
Su explicación en persona aún me turbó más que la llamada que me había realizado el día anterior, cosa que entonces si me hizo dudar de mis dotes observadoras, ya que lo que me contaba este hombre bien entrado en años y de probada seriedad, rozaba los limites de lo creíble;
Carlos me hablaba apresuradamente de ruidos a deshoras en las instalaciones, luces que se encendían y apagaban en alas donde en principio no debía haber nadie, sonido de pasos y susurros, objetos que se encontraban en distinto sitio de donde se depositaron y así, un sinfín de detalles del mismo tipo que me hacían cuestionarme seriamente en la importancia y el rigor de los sucesos y, al mismo tiempo, de su templanza.
Recuerdo haberle comentado de lo baladí de aquel tipo de historias y le aconseje que se calmara y no fomentara leyendas urbanas, cosa por otra parte habitual en este tipo de instalaciones por una parte tan antiguas y por otra, poblada de jóvenes estudiantes muchas veces ociosos. No olvidé mencionar el riesgo que corría su credibilidad precisamente por su posición y apelé vehementemente a nuestra larga a mistad para que hiciera caso de mi consejo y se tomara algunos días de descanso, ya que pensaba que de algún modo se encontraba afectado seguramente debido al stress y a su edad.
Pero Carlos no me escuchaba. Según iba abundando en el relato iba aumentando su excitación, hasta el punto que hube de rogarle que saliéramos de su despacho para dar un paseo hasta la cantina y relajarnos un poco, delante de un buen café caliente.
Aceptó a regañadientes, pero antes, se incorporó de su sillón lentamente y me acercó el móvil que tan firmemente sujetaba. Con un hilo de voz me dijo: “Mira esto…”
En la pantalla tan solo se mostraba un mensaje:
“NO DEMORES... ESTA NOCHE…NOS VEMOS PRONTO. JP”
Alcé la vista y le devolví el móvil. Le miré sin comprender.
Ante mi desconcierto evidente me ofreció una explicación aún mas peregrina; Resultó que las iniciales “JP” correspondían, según Carlos, a un tal Juan Pérez. Un anciano conserje de la universidad con el que mantuvo amistad durante largo tiempo…hasta su muerte, ahora hace cerca de10 años…
Mi perplejidad fue en aumento, más que por la veracidad de su explicación por el simple hecho de que una persona tan cabal, que conocía sobradamente desde la época joven de mis estudios en aquellas mismas aulas, que había sido mi mentor y director de asignaturas, se hubiera convertido tan de repente en un anciano atemorizado por leyendas de estudiantes y un simple mensaje telefónico.
Salimos de su despacho caminando pausadamente hacia la cantina mientras me esforzaba en tranquilizarlo, explicándole que el dichoso mensaje seria probablemente una broma de algún conocido resentido, o incluso de algún alumno despechado que intentaban seguramente desconcertarlo y procuré dar la minima importancia a aquel mensaje, que a mi me parecía poco significativo, mientras que Carlos lo tomaba como algo amenazante teniendo en cuenta que parecían querer hacerle creer que se lo habría enviado una persona ya fallecida y además, citándole para “verse” en breve;
Me explicó que realmente estaba atemorizado, más que por la explicación paranormal consistente en un supuesto “difunto emisor de mensajes”, si no en que fuera aquel envío una amenaza real de algún desalmado que pretendiera hacerle daño.
Entramos en la cantina mientras le iba interrogando si tenia idea de alguien que se sintiera perjudicado por él, algún ex-alumno, algún enemigo, pero Carlos no conseguía determinar quien podría querer amenazarle y por que razón.
Estaba realmente asustado.
Nada más entrar a la cantina le sugerí que se sentara mientras yo me acercaba a la barra a por los cafés, cosa que hizo sin mediar palabra y visiblemente abatido.
El empleado me sirvió dos tazas bien calientes, pague las consumiciones y me dirigí a la mesa donde me esperaba Carlos cabizbajo. Me senté a su lado, le pregunté si se encontraba bien y él asintió. Hice un par de comentarios sobre la cafetería, por distraer un poco a mi amigo, pero se mantuvo pensativo, mirándome solo para asentir de nuevo con la cabeza.
Me percaté de que la mayoría de personas que se hallaban en aquel momento en la sala nos observaban y hablaban cuchicheando entre ellos; Pensé que probablemente ya se habría extendido algún rumor sobre Carlos y lo sentí mucho.
Evidentemente que un rector fuera creyente y promotor de aquel tipo de rumores no beneficiaba su credibilidad en absoluto.
Le pedí que me anotara el número de teléfono emisor de aquel mensaje que tanto le preocupaba, prometiéndole que esa misma noche me acercaría a comisaría para investigarlo, pero Carlos comenzó a insistir en que le acompañara unas horas más, sin duda con la intención de demostrarme que lo que me contaba no eran tan solo habladurías, tratando así de convencerme de su relato. Sacó una estilográfica del bolsillo de su chaqueta y me copió en una servilleta el número del mensaje: 631555000. Un número curioso.
Me volvió a rogar encarecidamente que lo acompañara un par de horas al cierre de aulas y ya no pude negarme.
Decidí hacerle compañía el resto de la tarde, cosa que le satisfizo sumamente y nos retiramos de nuevo a su despacho para tomar un licor y seguir charlando.
Ya me acercaría por la mañana a la jefatura.
El resto de la tarde transcurrió divinamente en su despacho, mientras degustábamos unos licores añejos y un par de puros jóvenes. Carlos, quizás debido a la distendida conversación, se mostraba algo más relajado y parlanchín, aunque observé que en contadas ocasiones revisaba de soslayo y nervioso su reloj. De algún modo daba la impresión que esperaba que sucediera algún acontecimiento, pero no quise molestarlo preguntándole. Estaba seguro que fuera lo que fuera me lo comunicaría en su momento.
Sobre las diez de la noche un timbre resonó estridente en todas las dependencias, anunciando así el fin de las actividades en la universidad y al mismo tiempo nuestra trivial conversación.
Al cabo de unos minutos mi amigo se levantó y se dirigió hacia la puerta, la abrió y comprobó si aún había alumnos por los pasillos. Al parecer no vio a nadie y con un tono de voz extrañamente ronco me dijo: “Ahora, acompáñame…”
Me levanté un tanto resignado pero también decidido a que, en mi compañía, Carlos se sacara de la cabeza todas aquellas turbadoras ideas.
Anduvimos algunos minutos por varios pasillos que a esas horas ya solo se iluminaban con luces de emergencia, dando al silencioso trayecto un aspecto de película en blanco y negro, con sombras alargadas que parecían moverse en cada rincón. Entonces pensé que no seria demasiado raro sentirse intranquilo e incluso imaginar que algo misterioso se albergaba entre las piedras de aquel regio y antiguo edificio.
Llegamos a un espacio que resultó ser un gimnasio o sala de deporte, en el que se ubicaban diversos aparatos de fortalecimiento muscular, cuerdas que colgaban del techo y múltiples colchonetas por el suelo. Algunas pequeñas ventanas situadas a ras de techo permitían que una tenue luz azulada penetrara desde el exterior, que junto a la débil iluminación de situación del gimnasio dotaban a este de un aspecto que me atreví a definir como lúgubre.
Carlos comenzó a indicarme los diferentes sitios de donde se decía que provenían los ruidos, asegurándome que el mismo los había percibido, me enseñó también grandes y pesados aparatos que aparecían al día siguiente desplazados etc. Incluso, me mostró la cuerda en la que hacia diez años se había ahorcado su amigo el conserje, el tal Juan Pérez.
A todos y cada uno de los misteriosos comentarios de mi amigo fui dándole algún tipo de explicación plausible; Con respecto a los ruidos, claro que no era extraño oír sonidos en un edificio tan vetusto y más en un recinto que, debajo del tatami, estaba forrado de madera.
Con lo de los aparatos, bueno, no era improbable que entre varias personas se pudieran acomodar en otro sitio para adaptarlos a un uso específico y así fui descartando una a una las explicaciones supuestamente paranormales que se le atribuían a la estancia.
Pero he de reconocer que la cuerda del ahorcamiento de su amigo me sobrecogió sobremanera y por ese motivo me mantuve respetuosamente callado.
Al cabo de un rato de recorrer la instalación Carlos miro de nuevo su reloj y me conminó a que le esperara allí, ya que tenía que resolver algo urgente, pero que no tardaría.
Su petición me desconcertó, pero concluí que si permanecía precisamente a solas en el lugar en el que él sentía temor seria una baza más para convencerle que aquello que me explicaba no eran más que patrañas. Asentí y Carlos se marchó apresuradamente.
Quizás resulte obvio decirlo así pero, según mi dilatada experiencia, no en todas las ocasiones se comprende la secuencia de una historia, y esto es debido generalmente al modo de interpretarla o incluso por el añadido de opiniones personales;
Por este motivo mantengo la sana costumbre de ceñirme estrictamente a datar cada una de las circunstancias de cada caso, sin inmiscuirme en valoraciones propias ni propiciar conclusiones aparentes, ajustándome lo máximo posible a la veracidad de lo sucedido.
Así que siendo consecuente, comenzaré por presentarme:
Me llamo Ariel Merino, y soy inspector de policía;
Digamos que mi especialidad es un tanto particular y soy ampliamente conocido por ello en el cuerpo; Normalmente me ocupo de los casos en los que las circunstancias lógicas son en un tanto (o en mucho) poco habituales, como en esta ocasión.
(He de confesar que mi dedicación siempre fue más allá del deber, y hago esta puntualización ya que lo que paso a relatar sucedió realmente estando fuera de servicio, a petición de un antiguo amigo, por lo que no existe informe pericial, ni atestado, ni siquiera notas fuera de esta pagina que escribo desde la suave claridad de mi habitación, en mi nuevo apartamento, a modo de registro para un futuro trabajo literario, si es que se diera el caso.)
Por lo ya explicado, dejo esta anotación como aviso y le rogaria a quienes, por el motivo que fuera, pudieran acceder a leer estos archivos los mantuvieran en la más absoluta confidencialidad.
Sin más preámbulos, diré que todo comenzó hace cinco días cuando recibí la extraña llamada telefónica de mi amigo Carlos Porcel, rector adjunto de una importante universidad de Madrid, al que hacia algunos años que no veía.
Después de finalizar la llamada me invadió durante un tiempo cierta sensación de malestar, quizás debido al tono de súplica, nada habitual, en Carlos – hombre serio y cabal donde los haya – o posiblemente también por la naturaleza de su petición, ya que se trataba de que investigara a titulo privado, - evitando de este modo que se filtrara cualquier tipo de información pública que pudiese relacionarse con su buen nombre, - una serie de rumores que circulaban sobre ciertos hechos que al parecer se sucedían desde hacia algún tiempo en las dependencias de la universidad que regentaba.
Precisamente, por venir de quien venía esta petición, movido aún más incluso por su contexto que por la larga amistad que nos unía desde hacía años, decidí presentarme sin falta a la mañana siguiente en su despacho.
Debido a mi naturaleza observadora, en cuanto traspasé la puerta para ingresar en la pulcra estancia en donde ya me aguardaba mi querido amigo, constaté con alivio que no existía aparentemente rastro de un posible desorden mental, por la disposición correcta de todos los objetos que allí había; Todo estaba tal y como se podría suponer en el despacho de un rector de universidad y no halle ningún signo o apariencia que delatara síntoma alguno de senectud o desvarío que propiciara el estado de extraordinaria sobre excitación en el que lo hallé.
Si me fije en el modo en el que Carlos sujetaba fuertemente lo que supuse su teléfono móvil y después de los saludos de rigor me acomodé en un sillón de aquel despacho, dispuesto a escuchar atentamente el relato de lo que tanto aturdía a mi amigo.
Su explicación en persona aún me turbó más que la llamada que me había realizado el día anterior, cosa que entonces si me hizo dudar de mis dotes observadoras, ya que lo que me contaba este hombre bien entrado en años y de probada seriedad, rozaba los limites de lo creíble;
Carlos me hablaba apresuradamente de ruidos a deshoras en las instalaciones, luces que se encendían y apagaban en alas donde en principio no debía haber nadie, sonido de pasos y susurros, objetos que se encontraban en distinto sitio de donde se depositaron y así, un sinfín de detalles del mismo tipo que me hacían cuestionarme seriamente en la importancia y el rigor de los sucesos y, al mismo tiempo, de su templanza.
Recuerdo haberle comentado de lo baladí de aquel tipo de historias y le aconseje que se calmara y no fomentara leyendas urbanas, cosa por otra parte habitual en este tipo de instalaciones por una parte tan antiguas y por otra, poblada de jóvenes estudiantes muchas veces ociosos. No olvidé mencionar el riesgo que corría su credibilidad precisamente por su posición y apelé vehementemente a nuestra larga a mistad para que hiciera caso de mi consejo y se tomara algunos días de descanso, ya que pensaba que de algún modo se encontraba afectado seguramente debido al stress y a su edad.
Pero Carlos no me escuchaba. Según iba abundando en el relato iba aumentando su excitación, hasta el punto que hube de rogarle que saliéramos de su despacho para dar un paseo hasta la cantina y relajarnos un poco, delante de un buen café caliente.
Aceptó a regañadientes, pero antes, se incorporó de su sillón lentamente y me acercó el móvil que tan firmemente sujetaba. Con un hilo de voz me dijo: “Mira esto…”
En la pantalla tan solo se mostraba un mensaje:
“NO DEMORES... ESTA NOCHE…NOS VEMOS PRONTO. JP”
Alcé la vista y le devolví el móvil. Le miré sin comprender.
Ante mi desconcierto evidente me ofreció una explicación aún mas peregrina; Resultó que las iniciales “JP” correspondían, según Carlos, a un tal Juan Pérez. Un anciano conserje de la universidad con el que mantuvo amistad durante largo tiempo…hasta su muerte, ahora hace cerca de10 años…
Mi perplejidad fue en aumento, más que por la veracidad de su explicación por el simple hecho de que una persona tan cabal, que conocía sobradamente desde la época joven de mis estudios en aquellas mismas aulas, que había sido mi mentor y director de asignaturas, se hubiera convertido tan de repente en un anciano atemorizado por leyendas de estudiantes y un simple mensaje telefónico.
Salimos de su despacho caminando pausadamente hacia la cantina mientras me esforzaba en tranquilizarlo, explicándole que el dichoso mensaje seria probablemente una broma de algún conocido resentido, o incluso de algún alumno despechado que intentaban seguramente desconcertarlo y procuré dar la minima importancia a aquel mensaje, que a mi me parecía poco significativo, mientras que Carlos lo tomaba como algo amenazante teniendo en cuenta que parecían querer hacerle creer que se lo habría enviado una persona ya fallecida y además, citándole para “verse” en breve;
Me explicó que realmente estaba atemorizado, más que por la explicación paranormal consistente en un supuesto “difunto emisor de mensajes”, si no en que fuera aquel envío una amenaza real de algún desalmado que pretendiera hacerle daño.
Entramos en la cantina mientras le iba interrogando si tenia idea de alguien que se sintiera perjudicado por él, algún ex-alumno, algún enemigo, pero Carlos no conseguía determinar quien podría querer amenazarle y por que razón.
Estaba realmente asustado.
Nada más entrar a la cantina le sugerí que se sentara mientras yo me acercaba a la barra a por los cafés, cosa que hizo sin mediar palabra y visiblemente abatido.
El empleado me sirvió dos tazas bien calientes, pague las consumiciones y me dirigí a la mesa donde me esperaba Carlos cabizbajo. Me senté a su lado, le pregunté si se encontraba bien y él asintió. Hice un par de comentarios sobre la cafetería, por distraer un poco a mi amigo, pero se mantuvo pensativo, mirándome solo para asentir de nuevo con la cabeza.
Me percaté de que la mayoría de personas que se hallaban en aquel momento en la sala nos observaban y hablaban cuchicheando entre ellos; Pensé que probablemente ya se habría extendido algún rumor sobre Carlos y lo sentí mucho.
Evidentemente que un rector fuera creyente y promotor de aquel tipo de rumores no beneficiaba su credibilidad en absoluto.
Le pedí que me anotara el número de teléfono emisor de aquel mensaje que tanto le preocupaba, prometiéndole que esa misma noche me acercaría a comisaría para investigarlo, pero Carlos comenzó a insistir en que le acompañara unas horas más, sin duda con la intención de demostrarme que lo que me contaba no eran tan solo habladurías, tratando así de convencerme de su relato. Sacó una estilográfica del bolsillo de su chaqueta y me copió en una servilleta el número del mensaje: 631555000. Un número curioso.
Me volvió a rogar encarecidamente que lo acompañara un par de horas al cierre de aulas y ya no pude negarme.
Decidí hacerle compañía el resto de la tarde, cosa que le satisfizo sumamente y nos retiramos de nuevo a su despacho para tomar un licor y seguir charlando.
Ya me acercaría por la mañana a la jefatura.
El resto de la tarde transcurrió divinamente en su despacho, mientras degustábamos unos licores añejos y un par de puros jóvenes. Carlos, quizás debido a la distendida conversación, se mostraba algo más relajado y parlanchín, aunque observé que en contadas ocasiones revisaba de soslayo y nervioso su reloj. De algún modo daba la impresión que esperaba que sucediera algún acontecimiento, pero no quise molestarlo preguntándole. Estaba seguro que fuera lo que fuera me lo comunicaría en su momento.
Sobre las diez de la noche un timbre resonó estridente en todas las dependencias, anunciando así el fin de las actividades en la universidad y al mismo tiempo nuestra trivial conversación.
Al cabo de unos minutos mi amigo se levantó y se dirigió hacia la puerta, la abrió y comprobó si aún había alumnos por los pasillos. Al parecer no vio a nadie y con un tono de voz extrañamente ronco me dijo: “Ahora, acompáñame…”
Me levanté un tanto resignado pero también decidido a que, en mi compañía, Carlos se sacara de la cabeza todas aquellas turbadoras ideas.
Anduvimos algunos minutos por varios pasillos que a esas horas ya solo se iluminaban con luces de emergencia, dando al silencioso trayecto un aspecto de película en blanco y negro, con sombras alargadas que parecían moverse en cada rincón. Entonces pensé que no seria demasiado raro sentirse intranquilo e incluso imaginar que algo misterioso se albergaba entre las piedras de aquel regio y antiguo edificio.
Llegamos a un espacio que resultó ser un gimnasio o sala de deporte, en el que se ubicaban diversos aparatos de fortalecimiento muscular, cuerdas que colgaban del techo y múltiples colchonetas por el suelo. Algunas pequeñas ventanas situadas a ras de techo permitían que una tenue luz azulada penetrara desde el exterior, que junto a la débil iluminación de situación del gimnasio dotaban a este de un aspecto que me atreví a definir como lúgubre.
Carlos comenzó a indicarme los diferentes sitios de donde se decía que provenían los ruidos, asegurándome que el mismo los había percibido, me enseñó también grandes y pesados aparatos que aparecían al día siguiente desplazados etc. Incluso, me mostró la cuerda en la que hacia diez años se había ahorcado su amigo el conserje, el tal Juan Pérez.
A todos y cada uno de los misteriosos comentarios de mi amigo fui dándole algún tipo de explicación plausible; Con respecto a los ruidos, claro que no era extraño oír sonidos en un edificio tan vetusto y más en un recinto que, debajo del tatami, estaba forrado de madera.
Con lo de los aparatos, bueno, no era improbable que entre varias personas se pudieran acomodar en otro sitio para adaptarlos a un uso específico y así fui descartando una a una las explicaciones supuestamente paranormales que se le atribuían a la estancia.
Pero he de reconocer que la cuerda del ahorcamiento de su amigo me sobrecogió sobremanera y por ese motivo me mantuve respetuosamente callado.
Al cabo de un rato de recorrer la instalación Carlos miro de nuevo su reloj y me conminó a que le esperara allí, ya que tenía que resolver algo urgente, pero que no tardaría.
Su petición me desconcertó, pero concluí que si permanecía precisamente a solas en el lugar en el que él sentía temor seria una baza más para convencerle que aquello que me explicaba no eran más que patrañas. Asentí y Carlos se marchó apresuradamente.
El tiempo parecía alargarse en aquel silencioso recinto,
tanto como las sombras que lo envolvían y al cabo de un rato comencé a
impacientarme. Decidí llamar a mi amigo con mi móvil, pero una grabación
mecánica me informó que estaba comunicando. Esperé unos cuantos minutos y justo
cuando estaba a punto de volver a intentarlo oí un fuerte golpe que me hizo
girarme de un salto. Una potente luz proveniente de la puerta de entrada me
tranquilizó, porque supuse que era Carlos que volvía con una linterna e
interiormente me reí de mí por haberme asustado de un ruido como un colegial,
sin duda influenciado por el ambiente de alrededor. Llame por su nombre a mi
amigo, ya que deslumbrado por la luz no podía distinguir su rostro, pero me
contestó una voz desconocida.
Mientras se acercaba, aquel hombre preguntó que quien era
yo y que hacia en el gimnasio.
Me identifiqué como policía y automáticamente le pregunté
lo mismo.
A un par de pasos de mí bajó la linterna y pude apreciar
con claridad que vestía algo similar a un uniforme azul y me informó que era el
vigilante de noche.
Debido a mi profesión analicé rápidamente a aquella persona
por si encontraba alguna incoherencia, pero no la hallé. Aquel viejo, aparte
del uniforme que mencioné, portaba su linterna, una gorra de plato con
insignias de la universidad y un buen manojo de llaves colgando del cinto. Solo
me llamó la atención una enorme y antigua cicatriz que le surcaba el pómulo
derecho, pero nada más que me hiciera sospechar que no fuera quien decía ser,
así que enseguida entablamos una animada conversación.
Le comuniqué que permanecía allí a esas horas de la noche
porque había venido a solicitud del rector, que era gran amigo mío, para
aclarar algunos sucesos que al parecer ocurrían allí durante la noche, pero
prudentemente no mencioné los motivos exactos de mi visita.
El viejo vigilante me escuchó atentamente y a mi pregunta
de que si el había percibido algo anormal, del tipo que fuera, durante sus
rondas nocturnas me contestó que no.
No quise ahondar mas en el tema protegiendo así a Carlos de
más habladurías y durante ese momento de silencio, el vigilante, me informó que
debía continuar con su trabajo. Se despidió cordialmente, no si antes insistir
en que si necesitaba de su servicio no dudara en llamarlo al número que
figuraba en una tarjeta que me ofreció.
Guardé la cartulina en el bolsillo de mi chaqueta y me
despedí de él, rogando en mi interior por que Carlos volviera pronto, ya que
hacia algunas horas que según mi costumbre debía haberme acostado y se hacia
realmente tarde. No me apetecía nada aparecer por la mañana en la jefatura con
aspecto cansado.
Una larga hora más tarde mi paciencia se colmó y volví a
llamar al teléfono de Carlos, pero seguía comunicando. Me parecía increíble que
mi amigo me tuviera en tan poca consideración y ante este pensamiento comencé a
preocuparme.
Quizás debí haber sido más prudente y hube de acompañarlo a
lo que fuera que se marchó, principalmente debido a su estado alterado.
Me enfadé por haber cometido un error de principiante y
decidí salir en busca de Carlos para ver que ocurría. Salí con paso rápido de
la instalación y me dirigí de nuevo a las escaleras en busca del despacho donde
habíamos pasado la tarde, pero debido a mi desconocimiento del edificio no
tarde en perderme por entre todos aquellos pasillos que, con tan tenue luz, se
me antojaban iguales.
Al cabo de otra desesperante media hora de dar vueltas y
más vueltas pensé que era más lógico avisar al vigilante que seguir deambulando
sin rumbo, así que busqué en el bolsillo de mi chaqueta la tarjetita que me había
facilitado antes en el gimnasio y me dispuse a marcar el numero;
6..3..1..5...5..5... ; Por un momento me quede inmóvil…ese número…Busqué
apresuradamente en el otro bolsillo y encontré la servilleta que Carlos me
había entregado en la cafetería y comprobé con asombro, ¡que era el mismo! 631555000
Así que rápidamente deduje que el autor del mensaje era el
propio vigilante y ya solo faltaba dilucidar los motivos que éste tenia para
habérselo enviado. Pero eso era algo que haría mañana, porque en realidad no
existía ningún motivo fundamentado para que me dedicara a aquellas horas a
interrogar a un trabajador en su puesto de trabajo y más aún, cuando el
contenido del mensaje no suponía ninguna amenaza real para Carlos, excepto en
su mente.
Decidí no llamar al vigilante para no ponerle sobre aviso.
Supongo que por algún motivo al asociar las iniciales JP
con las del conserje fallecido pensó en una amenaza, paranormal o no…pero
¿cuantos nombres con las iniciales “JP” podrían existir? Realmente, muchos.
La mente de Carlos indudablemente estaba afectada y eso no
era paranormal, si no triste.
Justo en ese momento reconocí la puerta del despacho de
donde habíamos partido, pero estaba cerrada con llave y no se veía ninguna luz
en el interior. Allí no había nadie.
Miré mi reloj y las manecillas marcaban las 3 de la
madrugada.
Di media vuelta sobre mis pasos y me dirigí rápidamente en
busca de la salida, pensando en la grosería tremenda que mi amigo había
cometido conmigo al marcharse sin avisar.
¡Y yo dando vueltas y perdiendo el tiempo por el edificio!
Esperaba que cuando hablara con él al día siguiente fuera
convincente con su excusa, porque yo me había comportado como un caballero,
acompañándole todas aquellas horas con el simple motivo de algunas patrañas y
una antigua amistad.
Cuando conseguí encontrar la salida rondaban las 3,25 de la
mañana, ya que no me había cruzado con nadie en toda mi travesía por el campus
y para cuando llegue a mi coche y me pude acomodar en su interior estaba
verdaderamente enojado.
Mientras conducía iba maldiciendo mentalmente las
majaderías de un viejo senil y mi estupidez por creerlas, justo cuando giraba
la calle que conducía a mi apartamento ¡…y frené en seco!
El acceso estaba cortado por varias unidades de policía,
ambulancias, bomberos y una gran cantidad de personas estaban mirando hacia mi
edificio… ¡que estaba en llamas!
Me quedé anonadado…
Todas mis pertenencias ardían miserablemente en el interior
del pequeño edificio, pero no era lo más importante; Lo que realmente me
sobrecogió fue que, al preguntar a un bombero, después de identificarme como
policía y propietario, me informo que las once personas que lo habitaban habían
fallecido por inhalación de humo.
La sensación de espanto que aquello me produjo estuvo
patente durante los siguientes tres días, que fue lo que tardé en volver a
organizarme en mi nuevo apartamento, después de tener que comprar nuevos
muebles y ropas.
En la mañana del cuarto día después del incendio, ya
organizado de nuevo, caí en la cuenta de que no había recibido ninguna llamada
de mi amigo y eso me extrañó verdaderamente, así me que armé de paciencia y
decidí acercarme de nuevo a la universidad para aclarar de una vez por todas
todo aquel absurdo asunto y, de paso, interrogar al vigilante y comunicar a
Carlos todo lo sucedido.
Al llegar a la universidad observé que la puerta de su
despacho permanecía cerrada y me entonces me decidí por buscar a otro
responsable de la institución, para que me facilitara información de su
paradero. Encontré al poco, preguntando a varios chavales, el despacho del
rector adjunto y allí un hombre de mediana edad me recibió cordialmente,
después de haberme identificado.
Le informé de mi visita a las instalaciones días antes,
pero sin especificarle el motivo de la misma y que al llegar hoy a la
universidad había visto que la puerta del despacho del rector Carlos porcel
estaba cerrada y no lograba hallarle ni por teléfono ni en persona;
Le pregunté también donde localizar el domicilio del
vigilante nocturno, ya que tenia que tratar algunas cuestiones con él,
explicándole que no atendía mis reiteradas llamadas a su móvil.
El hombre, con las manos juntas y la barbilla apoyada en
ellas, me escuchó atentamente.
Después de terminar de hablarle se mantuvo en un extraño
silencio durante unos cuantos segundos más, hecho que no comprendí y le miré
inquisitivo.
Por fin, comenzó a hablar y su explicación es el motivo por
el que redacto este documento;
Según me decía, me advirtió que debía estar confundido,
primeramente por que no mantenían en nómina ningún vigilante nocturno desde
hacia varios años, ya que las instalaciones gozaban de un sistema interno de
video vigilancia automatizada, que solo se accedía de día al cuarto de control donde
estaban las cintas y por un solo vigilante, que acababa su turno y cerraba
todas las instalaciones al toque del timbre, por la noche, antes de marcharse.
Cuando empezó a hablar con respecto Carlos Porcel, vi que
intentaba hacerlo con prudencia, con tacto, supongo que por respeto hacia mi
persona, pero la noticia no tenia ningún modo de suavizarse: “La puerta de su
despacho permanecía y permanecería cerrada porque el rector Carlos porcel había
fallecido hacia 3 años junto a su mujer, en su casa de verano, en un incendio.”
Durante un minuto fui incapaz de articular palabra.
Me parecía estar viviendo un sueño o bien luego pensé que
estaba burlándose de mi, no se muy bien por qué; Pero ante la duda, conservé mi
compostura y rogué a rector adjunto que me acompañara hasta la sala del
vigilante.
(Al informarme del sistema de video vigilancia, que yo
desconocía, atisbé algo donde agarrarme para rebatir la increíble explicación
de aquel hombre.
Recordé que había estado con Carlos en la cafetería de la
universidad, además rodeado de varias personas que nos observaron, y eso sin
duda habría quedado grabado en las cintas, desbancando así su argumento. ¡Aquello
tenia que tener una explicación razonable!)
Pero eso solo lo pensé, no lo dije.
Amablemente se prestó a acompañarme hasta el cuarto de
control, donde un joven vestido de uniforme inspeccionaba constantemente las
diversas pantallas que controlaban las cámaras que vigilaban todo el edificio.
El rector adjunto me presentó y el joven se prestó cortésmente a mi servicio.
Le requerí las cintas grabadas en la cafetería del día que fuimos a tomar café
y después de buscar durante unos minutos, localizo la carátula correspondiente
y se dispuso a rebobinar hasta el lapso de tiempo exacto que le indiqué.
Mientras localizaba la escena le pregunté al vigilante por
algún compañero suyo, describiéndole las características del viejo con el que
estuve conversando en el gimnasio sin omitir el detalle de la gran cicatriz. El
vigilante negó conocer a nadie con esa descripción, pero el rector adjunto,
carraspeó un poco y aclarándose la voz me dijo un poco desconcertado:
“Si no fuera por que
sé que no es posible que usted lo hubiera conocido, diría que ha descrito con
exactitud a un antiguo conserje, Juan Pérez, que se suicidó hace unos 10 años…
¡incluso con la marca que le dejó la soga en la cara!... Pero claro, eso no es
posible…
Y se calló absolutamente.
¡Yo no daba crédito a lo que oía!
A los pocos minutos de reproducción los tres vimos en la
grabación como yo entraba en el plano de cámara acercándome a la barra de la
cafetería y, después de pagar al empleado, me sentaba con dos tazas de café en
una mesa… ¡hablando todo el tiempo completamente solo!
El vigilante y el rector adjunto se miraban sin comprender
el motivo por el que había actuado de aquel modo y me observaron
desconcertados, seguramente tanto como las personas que lo hicieron su momento
en la cafetería.
No recuerdo bien que mascullé, pero totalmente aturdido por
lo visto y oído y procurando salir de aquel sitio lo mas dignamente posible, me
despedí de aquellas personas rogándoles que olvidaran todo aquel asunto y me
marché a mi apartamento a escribir lo mas fielmente posible lo acontecido.
Si he de sacar alguna conclusión de este episodio, por
incoherente que parezca, aparte de que me libré de una muerte segura gracias a las
maniobras de un amigo aparentemente fallecido, es que la verdadera amistad como
cualquier otro verdadero sentimiento, trasciende mas allá de las fronteras de
lo que consideraríamos lógico, y el ejemplo es que incluso Carlos recurrió a su
cómplice y amigo fallecido años antes, Juan Pérez, para entretenerme el tiempo
suficiente en aquel gimnasio y que no llegara a tiempo de morir, como murió él,
en un horrible incendio.
Desde entonces, nunca más he vuelto a sentirme solo.
Ariel Merino.
Inspector de Policía nacional.