29 de noviembre de 2010

PROFESIONAL


Se despertó, como cada mañana, con una resaca del quince, mientras afuera, los perros ladraban furiosamente en el jardín.
Desayunó un indispensable cigarrillo rubio y se enjuagó el humo con un buen trago de vodka, - nada mata mejor los gérmenes, decía siempre a quien le oyera – mientras se calzaba unos zapatos negros y acharolados que hacían un juego estupendo con su traje y con su mal humor matutino.

Cuando sonó el estridente timbre del videotelefóno de la verja de entrada, dudó durante unos segundos en contestar. Era demasiado temprano para hablar con nadie, demasiado pronto aun para pensar en nada. Pero descolgó el aparato soltando un conciso “¿Si?” al auricular, mientras en la pantallita se formaba de inmediato la cara poco familiar de un vecino de la urbanización. “No se qué de los perros, que si habían roto algo, que uno se escapó la noche anterior y mató a no se que mascota, que si son un peligro…”
Con un “Lo solucionaré”, dio por terminada la conversación, haciendo desaparecer al incordio automáticamente al colgar.

Medio segundo después, se había olvidado del vecino.

Cogió de la cómoda, en la entrada, su maletín de lujoso cuero negro, su teléfono de última generación, las llaves del deportivo y el resto de utensilios de trabajo y dirigiéndose al porche, se dispuso a comenzar la jornada.

Apenas amanecía y el sol despuntaba por detrás del esplendido bosque que se encontraba a los alrededores de la vivienda. Pensó, que si algo valía la pena, era ver amanecer cada mañana por entre el follaje de aquellos árboles majestuosos.
Luego, recordando que tendría que conducir cerca de tres horas hasta la ciudad, maldijo su snobismo. Suspiró resignado y patinó las ruedas del potente vehiculo al enfilar el camino de tierra que lo llevaría a la auto-vía general.

La música en el interior del vehiculo contrastaba enormemente con su aspecto y con el del auto deportivo, de ultima adquisición, de violento color amarillo y tapizado todo su interior en piel negra. Y él, con su pelo moreno bien engominado y metódicamente echado hacia atrás, con unas facciones picudas y aguileñas, de ojos de color del carbón ocultos ahora por unas carísimas Ray Ban, musculado discreta pero enérgicamente…
No, las baladas de amor, que sonaban en el interior, no eran precisamente la banda sonora que mejor lo describiría; Quizás, algo de Rammstein seria mas adecuado…
Pero en realidad, no importa la música.
Nadie se fijaría en eso precisamente, viendo de cerca su aspecto.

Llego al centro de la ciudad sobre la 10 de la mañana.

El bullicio era notable, como cada día, y era complicado llegar a cualquier sitio.
Logró aparcar relativamente cerca del lugar al que se dirigía, casi a tres manzanas, pero se sintió afortunado. Cerro el vehiculo con su mando y comenzó a caminar despacio por entre la copiosa cantidad de personas que ya pululaban, apresurados y con destinos desconocidos. Llevaba una mano en el bolsillo y la otra, sujetaba firmemente el maletín.
Silbó en alto algunas notas de una balada, pero fue solo un momento de descuido.
Prosiguió tarareándola mentalmente.


A casi una manzana de su destino, la chica que caminaba justo delante de él hizo una hábil finta para esquivar al borracho que se le sobrevenía encima, reclamándole babosamente una limosna. Al ser esquivado por la muchacha, el borracho se dio de bruces contra él, agarrandose como pudo a la costosa americana, para no caer hacia atrás. De un enérgico manotazo apartó las manos mugrientas de la cara tela y con otro movimiento mas rápido aun, lo agarró de la pechera de la camisa y acerco su rostro al del indigente.

Durante unos segundos observó al desgraciado.

Reparó en los escasos dientes amarillentos que se le entreveían en la boca, en su rostro sucio y colorado salpicado de pequeñas venas azules, en el rancio olor del alcohol cuando se ha bebido y desalojado en las ropas viejas y desaliñadas que ahora sujetaba…pero en lo que mas se fijó fueron en sus ojos. Tremendamente enrojecidos y con las pupilas tan dilatadas, que daban una tremenda y desoladora sensación de ausencia.

El borracho, que apenas si se daba cuenta de que lo estaban sujetando, percibió la cercanía de otra persona y aprovechó para largarle su letanía limosnera.
El, miró rápidamente a su alrededor, localizando una calleja cercana y poco transitada, fuera de la vista ocasional de algún transeúnte. En unas pocas y poderosas zancadas arrastró al sucio pedigüeño hasta un rincón apartado y allí lo soltó, quedándose éste sentado el suelo y sin saber muy bien como había llegado hasta allí.

Aun así, automáticamente prosiguió reclamando alguna moneda.

El, depositó el maletín sobre una caja de las que se encontraban en la basura de alrededor, y abriéndolo, cogió algo de dentro. Se quitó las gafas de sol y las guardó en el bolsillo interior de la americana, se la arremangó y agarro de la pechera nuevamente al indigente, poniéndolo en el acto de pie contra la pared.
El viejo borracho se encontró de repente con el rostro de un desconocido pegado a su cara y, forzando la vista, la centro en los ojos que lo miraban.
Negros, como el carbón.
Negros y acerados, sin el menor atisbo de luz o reflejos en su interior.
Tan negros y opacos, que parecían pintados.

Por un momento, dejó de pedir. Simplemente no le salían las palabras.
Aquel extraño que le miraba tan de cerca y que le sujetaba tan fuerte que apenas podía moverse, permanecía en silencio, mirándolo fijamente.

De repente, con un respingo, vio como el desconocido le abría su viejo gabán buscándole un bolsillo e introduciendo algo allí. Seguidamente, sintió que lo soltaba y como las piernas no reaccionaron a tiempo, se encontró sentado de nuevo en el suelo y ya libre. Observó, entre los vapores que proporciona el alcohol, como el extraño cerraba su maletín, se bajaba las mangas de la americana y después de andar algunos pasos hacia el exterior de la calleja, se giró, se puso las gafas negras que saco del bolsillo,
y le dijo:

“No hagas lo que yo haría; No hagas lo que no debes, si no quieres tener lo que no desearías…o hazlo. Da igual. En realidad, no se puede escapar del destino.”

Y con unos cuantos pasos más, aquel desconocido accedió al exterior de la calle y se perdió entre la multitud.

El borracho tardó algunos minutos en reaccionar y no conseguía entender a que se refería aquel tipo raro con sus palabras. De hecho, ya no se acordaba demasiado bien de lo que le había dicho, así que dejó de preocuparse. Al menos, pensó, no le había agredido en aquel callejón oscuro y apartado…aunque, ahora que recordaba:
Si le había registrado...

Se abrió el roído gabán y hurgó en el interior de su bolsillo, encontrando un abultado sobre. Lo destapó con dedos temblorosos, dejando que su mente febril imaginara que fuera a encontrar dinero en su interior…

Y eso, precisamente, es lo que encontró.

Después de contar los billetes uno a uno, varias veces, sumó dos mil quinientos euros.
¡No podía creérselo!
Sus ojos codiciosos de alcohólico retomaron un fulgor que hacia mucho tiempo que no tenían. Casi llorando de la emoción y de agradecimiento por haberse topado con aquel tipo tan generoso, calculó que con este dinero podría comenzar de nuevo…darse una ducha, dormir decentemente en un hotel, de momento comer algo y comprar algo de ropa. ¡Debía pensar con claridad que hacer!

Quizás antes, para templar un poco los nervios, tomaría algunas copas…

Llegó a su destino sobre las once de la mañana, un poco mas tarde de lo previsto. Pero no importaba. El incidente con el borracho le había retrasado sensiblemente, pero siempre fue un tipo al que se le daba bien improvisar.

La entrada del edificio de oficinas era lujosa, sin ser ostentosa. Detrás de las puertas de cristal que daban al acceso, se ubicaba un amplio hall de suelos de mármol y enmarcado en sitios estratégicos por exuberantes y bien cuidadas plantas naturales, algunos cuadros pintados a mano que, coordinados con gusto en sus combinaciones, colgaban elegantemente de las paredes, y al fondo cerca de los ascensores, se apreciaba una recepción que se componía de un impecable mostrador de madera finamente acabado en piel. Pero ni rastro del recepcionista.
Hora de almorzar, evidentemente.

Se detuvo justo enfrente de la puerta de ascensores observando, durante unos segundos,
su reflejo en el amplio espejo que forraba en su totalidad la pared. Descubrió unos pequeños lamparones en el frontal de su americana, adquiridos seguramente en su encuentro con el viejo borracho. Con un mohín de asco decidió que la vida útil de su Armani había llegado a su fin, en cuanto volviera a casa. La puerta del ascensor se abrió de pronto delante de él, al tiempo que sonaba un suave timbrecito. Accedió al interior y situándose frente a los pulsadores, seleccionó el 9.

En apenas unos pocos segundos, y prácticamente en silencio, la eficiente maquinaria alemana lo trasladó al nivel requerido, abriendo allí sus puertas con el mismo sonido que el del hall.
A la vista, un largo pasillo salteado de puertas y otro mostrador, pero este característicamente de secretaria. Con su ordenador, sus papeles, su teléfono y sus cactus. Pero también sin rastro de su correspondiente ocupante. Sonrió.
Así iba el país. Aparentemente en esta oficina todos los negocios se detenían a la hora de almorzar.

Desplazó unos papeles de la mesa y en el hueco apoyó su maletín.
Lo abrió y de su interior saco una pistola de gran calibre, junto a un voluminoso silenciador.
Acopló éste a la boca del arma, atornillándolo suavemente y se dirigió, sin prisas, hacia la puerta más al fondo del pasillo.

Giró despacio el pomo de la pesada puerta de madera con una mano, al tiempo que con el dedo pulgar de la otra, desbloqueaba el seguro de disparo del arma.
Entreabrió sin ruido y enseguida detectó al hombre que, en mangas de camisa y corbata aflojada, se sentaba tras la poderosa mesa de despacho, tan plenamente ocupado en sus asuntos que ni levantó la vista de los papeles al notar que alguien accedía al despacho.
“Pase Marta, pase…” – dijo el directivo, sin mirar.

Y fue en ese momento cuando levantó el rostro, comenzando a esbozar una sonrisa, que se le paralizó en los labios al encontrarse al extraño frente a él, a un par de metros.

“Marta aun no ha llegado…” - dijo el extraño con voz grave – “...Pero yo si. Hola…y adiós.”
El directivo hizo mención de ponerse en pie, pero apenas pudo.
¡Plop! ¡Plop!.... ¡Plop!

El tercer disparo, justo en la base del cráneo, fue absolutamente innecesario ya que las dos primeras balas perforaron certeramente el corazón del directivo con apenas un centímetro de diferencia. Antes de llegar al suelo de su esplendido despacho, ya era un cadáver.

Esta era la ventaja notoria de ser ejecutado por un profesional.
Una muerte rápida e indolora, sin apenas darse cuenta del trance que uno iba a sufrir en pocos segundos.

Y antes de llegar ni siquiera a pensar realmente lo que iba a suceder, ya se estaba muerto.
Nada de estertores, agonías, gritos, suplicas y todas esas cosas tan desagradables que sucedían cuando el ejecutor era un aficionado o accidentalmente, un loco desatado de esos que se ven en las noticias.

Un trabajo bien hecho siempre era de agradecer.

Desatornilló el silenciador aun humeante de la bocacha de la pistola y se lo guardó en un bolsillo.
Estaba caliente, tibio.

Pensó románticamente que, de algún modo, era como si ese pedazo de metal que estaba pensado para escupir muerte por su boca, a cambio, recibiera la vida que arrebataba y de ahí vendría su tibieza. Pero descartó ese pensamiento rápidamente, sintiéndose algo ridículo.
Sabia de sobra que ese calor se debía a la trasmisión de gases del disparo, que se comprimían en el tubo para amortiguar el ruido que se producía...
Concluyó que saber el por qué ciertamente de las cosas acababa con cualquier romanticismo, dejándolo todo en pura mecánica, física o matemática.

Se enfundó el arma en su cinturón y se dispuso a abandonar el despacho con la misma discreción con la que había llegado.

Cuando se acercó nuevamente a recuperar el maletín, que había dejado en la mesa de la secretaria, para guardar el arma, oyó a su espalda el característico timbrecito del ascensor, lo que quería decir que alguien estaba a punto de acceder a donde el se encontraba.
Agarró de un manotazo la maletita y de un rápido movimiento se introdujo en un despacho contiguo sacando, a la vez, la pistola.

Desde ese despacho paralelo, y con la puerta apenas entreabierta, vio como supuestamente Marta, que era una señora ya entrada en años, salía del ascensor sujetando una bandeja con tazas de café y algunas pastas. Pasó por su lado sin mirar hacia donde el se ocultaba y se dirigió al despacho donde, apenas hacia un par de minutos, había dejado durmiendo para siempre a aquel hombre.

En cuanto Marta sobrepaso su puerta, contó hasta cinco y sin hacer ruido salió del despacho y se introdujo sigilosamente en el ascensor. Pulsó el 0. Las puertas se cerraron obedientemente y la maquina comenzó a descenderlo hasta la planta del nivel de la calle.
Apenas había alcanzado la 7 planta cuando oyó el grito desgarrado de la mujer.

Se abrieron las puertas del ascensor en el hall y, ahora, si había un recepcionista.
Un portero uniformado y situado notablemente digno detrás de su mostrador.
Salió del habitáculo y saludó con un somero “Buenos días” a lo que el portero contestó educadamente “Buenos días, señor”, con una sonrisa de cortesía.
Llegó a las puertas de acceso a la calle justo cuando comenzó a sonar el teléfono de recepción.

Apenas eran las once y doce minutos de la mañana.

Cerca de las tres de la tarde, pulsaba el mando que abría las verjas, camino de su garaje.

El viaje de vuelta había sido tranquilo y placentero, aunque algunos pensamientos indefinidos, que le producían cierto malestar, habían estado rondando por su mente durante el trayecto.
Accedió al jardín, una vez aparcado el vehiculo. Dos perros de presa enormes correteaban a su alrededor, meneando la cola y brincando como cachorritos, contentos de ver a su dueño.

Penetró en la casa, tiro el maletín en un sofá y se dirigió directo a la ducha.
Al cabo de media hora salió del cuarto de baño, sintiéndose mucho mas relajado.
Con ropa más cómoda y deportiva se dispuso a tumbarse en un magnifico sillón de diseño,
de acero y piel, que coronaba un salón con todo el mobiliario del mismo estilo moderno.

Encendió un cigarrillo y se dispuso a destapar una botella de vodka.
Sin querer, su mente evocaba los sucesos del día. Absolutamente sin querer.
Un extraño temblor, que se estaba convirtiendo en algo más habitual de lo que desearía,
le recorrió las manos, al mismo tiempo que su estómago parecía revolverse como un animal encerrado.

Destapó con rapidez la botella de vodka y tragó con avidez el líquido, con la esperanza de que
el alcohol cumpliera su función lo más rápidamente posible.
El timbre exterior de la verja sonó insistente en su videotelefóno, sorprendiéndole y casi atragantándolo.

Tosió un par de veces y con unas zapatillas de andar por casa, salió al jardín hacia la puerta, con el cigarro entre los labios. Al lado mismo de la verja había un buzón y en su interior, habían dejado un sobre. Lo cogió y se marchó hacia la casa, sin abrirlo.

De nuevo en el salón, sentado en el sofá, estuvo cerca de veinte minutos mirándolo, encima
de la mesa de cristal y mármol donde lo había depositado.
Sabía, en parte, lo que contenía y por eso mismo no quería abrirlo.
Comenzó a divagar…

La forma del sobre le trasladó, en su pensamiento, al borracho de por la mañana.
Recordó sus ojos. Su expresión de ausencia.

Sus ojos, perdidos en el alcohol, sumidos en la inconciencia de un ser que dejó de tener alma cuando la vendió, para comprar una ultima botella. La incoherencia de la vida,- pensó-, que
se permite mantener un ser durante años, para destruirlo de poco a poco, a plazos, como si fuera una deuda pendiente por pagar…
Una deuda que solo termina cuando no queda más vida que dar.

Se preguntó lo que habría hecho el viejo borracho con el dinero que le dio.
Quizás, no cometería el error de bebérselo y utilizara el dinero de una forma razonable para salir de la calle, de su situación de miseria, de su vida…

Pero en el fondo, se temía que había firmado con ese dinero la sentencia de muerte de aquel desgraciado. Aquello fue como darle una pistola a un suicida.
Se sintió mal.

Si algo lo diferenciaba de los demás de su oficio es que siempre había sido un gran profesional. Limpio en su trabajo.
Frío. Aséptico, como un cirujano. Había matado mucho, pero nunca gratis.

No podía permitirse en lujo de mezclar su vida profesional con su vida personal, porque sabia que eso acabaría con el. Con su dignidad.
Llegaría un momento en que no diferenciaría entre trabajo y vida.

Y eso era seguramente el principio de su fin. Cometería errores. Mataría a destiempo. Aleatoriamente.
¿Que diferencia habría ya entre su vida y la de aquel indigente sin control de si mismo, que se destruía día a día sin ni siquiera tener consciencia de que lo estaba haciendo?
…¿Y entonces...realmente lo ayudó o simplemente ya había cruzado la línea en la que ya no podía diferenciar?

Se decidió de pronto y agarró el sobre como si fuera a escapar por sus propios medios.

Lo abrió y desparramo su interior encima de la mesa de cristal.
Lo de siempre.
Un abultado sobre con unos cuantos miles de euros. Unas 10 o 12 fotografías del tipo al que próximamente tendría que buscar, direcciones, teléfonos, lugares, familia…

Vomitó violentamente sobre todo aquel material.
El estomago parecía querer salírsele por la boca.

El timbre del videotelefóno volvió a sonar. Se levantó dando tumbos, tapándose la boca, aguantando las nauseas.
Contestó un conciso “¿Si?” al descolgar y la cara del vecino se formó nuevamente en la pantallita. “Que si debe de hacer algo con los perros, que si no paran de ladrar, que si son peligrosos…”

Esta vez no contestó nada.

Simplemente, pulsó el botón que abría automáticamente la verja.
Los perros salieron del jardín, como una jauría, con los dientes ávidos de carne, de sangre.
Colgó el auricular. No necesitaba ver en la pantalla lo que iba a ocurrir seguidamente.
Demasiado violento.

Concluyó que nadie puede escapar a su destino, aunque también los hayan que lo busquen vehementemente…
Pero nadie escapa…nadie.

Se tumbo sobre la cama, para terminar de emborracharse y llorar…
Llorar hasta el amanecer y exprimir cualquier rastro de vida de unos ojos tan negros,
que parecían pintados.

Llorar con unos ojos, que cada día, eran más ausentes.





gm2010

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