15 de diciembre de 2010

TARDE DE UN SOLO DIA




No es más que otra de esas tardes de verano, en las que la mayor ocupación es aburrirme por no tener nada que ver, ni hacer.

Estar sentado en una piedra, con los pies juntos y la mente volando al centro del hormiguero que miro, nunca deja de ser diversión.
Filas y filas de pequeñas soldados, recolectoras, expedicionarias, avistadoras o extraviadas, gordas y cabezonas o minúsculas con pequeñas patitas, mueren por igual bajo la suela y uno siente que tiene el poder de la vida y de la muerte, del perdón, de la venganza, de la justicia…

O del desinterés absoluto, al cabo de un rato.

Se termina esa diversión cuando se mira a otra cosa.

Mis nuevos pantalones cortos y lisos contrastan con unas rodillas largas y llenas de cicatrices, unas piernas peludas metidas sin calcetines en las viejas zapatillas de ir en bici,- de ahí las cicatrices - y la camiseta como siempre, arrugada y en volandas atada a la cintura.

Así es el uniforme de verano, en esas tardes en los que todos sestean menos yo, que ando trasteando a la zaga de lagartijas, alacranes o en el mejor de los casos, algún nido de pájaros.

Aún es pronto para atrapar murciélagos con caña y los renacuajos están demasiado lejos, nadando con sus apretados y negros trajes de buzo en el interior de sus verdes balsas.
Un avispero es una solución para matar el rato, pero es una incomoda solución;

No siempre sale uno ni rápido, ni bien.

Desde que traje el rifle, mi flamante Gamo 68, me he convertido en un cuatrero de las colinas y de los montecillos – y ahora si, en el terror personificado de los avisperos - .
Pero más allá, en la parte de atrás de la casa, donde la montaña sube como un ardor en el estomago, es tan difícil llegar que se quedará, por siempre, como zona virgen a mis escarceos milicianos.

Un misterio perpetuo esa ladera repleta de zarzas.

A veces, influenciado por el nerviosismo previo a la caza – mejor dicho:
de la persecución y la espera pajaril - ni pego ojo, y cuando las estrellas se cambian de nombre a luceros, con ese azul del cielo que ni es aún azul, ni es aún cielo, salgo por la puerta con el rifle abierto bajo el brazo y la boca cerrada llena de plomos;
Y cierro despacio para no dar portazo y despertar a alguien que me diga:
“¿Donde vas tú a estas horas?”.

Salgo rápido y silencioso, con el latido en los pies y alas en el corazón.

En agosto, la fresca de la mañana en el monte, nada más salir de la casa, es indescriptible.
Parece querer decirme: “Respira, respira este aire ahora, con olor a jazmín, a romero y a tierra húmeda, que la tarde ya se encargará del perro muerto y del poniente”.

Y lo respiro con avaricia, porque sé que solo son unos instantes de magia, hasta que mi olfato se acostumbre al exterior.
Cuando ya no se aprecia el aroma, ya estoy lejos y el cielo ya es azul y los luceros… bueno, ahora ya no quedan luceros.

Al rato, el sol que acaba de salir se empeña con fuerza en ser todo lo que miro y empieza a repintarme en la cara las patillas de las gafas;
Cuando subo a casa por la tarde, aunque ya no las llevo puestas, parece que aún están ahí.

Siempre se ríen por eso. Y yo, siempre me río...bueno, casi siempre.

Se guarda el rifle en el armario, se lavan las manos y la cara sucia y se pone uno a merendar hasta que llegue la hora de ir a la piscina, saltando de la bici al bocadillo depositado en el mármol, y del mármol a la bici a perseguir al perro, a la prima, al enemigo imaginario…

Y mientras, entre bocado y bocado, siempre se encuentra un hormiguero donde dejar caer algunas migas…

O un avispero…

Y así todo...no es más que otra de esas tardes de verano, en las que la mayor ocupación es aburrirme por no tener nada que ver, ni hacer.


gm2010



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