15 de diciembre de 2010

TARDE DE UN SOLO DIA




No es más que otra de esas tardes de verano, en las que la mayor ocupación es aburrirme por no tener nada que ver, ni hacer.

Estar sentado en una piedra, con los pies juntos y la mente volando al centro del hormiguero que miro, nunca deja de ser diversión.
Filas y filas de pequeñas soldados, recolectoras, expedicionarias, avistadoras o extraviadas, gordas y cabezonas o minúsculas con pequeñas patitas, mueren por igual bajo la suela y uno siente que tiene el poder de la vida y de la muerte, del perdón, de la venganza, de la justicia…

O del desinterés absoluto, al cabo de un rato.

Se termina esa diversión cuando se mira a otra cosa.

Mis nuevos pantalones cortos y lisos contrastan con unas rodillas largas y llenas de cicatrices, unas piernas peludas metidas sin calcetines en las viejas zapatillas de ir en bici,- de ahí las cicatrices - y la camiseta como siempre, arrugada y en volandas atada a la cintura.

Así es el uniforme de verano, en esas tardes en los que todos sestean menos yo, que ando trasteando a la zaga de lagartijas, alacranes o en el mejor de los casos, algún nido de pájaros.

Aún es pronto para atrapar murciélagos con caña y los renacuajos están demasiado lejos, nadando con sus apretados y negros trajes de buzo en el interior de sus verdes balsas.
Un avispero es una solución para matar el rato, pero es una incomoda solución;

No siempre sale uno ni rápido, ni bien.

Desde que traje el rifle, mi flamante Gamo 68, me he convertido en un cuatrero de las colinas y de los montecillos – y ahora si, en el terror personificado de los avisperos - .
Pero más allá, en la parte de atrás de la casa, donde la montaña sube como un ardor en el estomago, es tan difícil llegar que se quedará, por siempre, como zona virgen a mis escarceos milicianos.

Un misterio perpetuo esa ladera repleta de zarzas.

A veces, influenciado por el nerviosismo previo a la caza – mejor dicho:
de la persecución y la espera pajaril - ni pego ojo, y cuando las estrellas se cambian de nombre a luceros, con ese azul del cielo que ni es aún azul, ni es aún cielo, salgo por la puerta con el rifle abierto bajo el brazo y la boca cerrada llena de plomos;
Y cierro despacio para no dar portazo y despertar a alguien que me diga:
“¿Donde vas tú a estas horas?”.

Salgo rápido y silencioso, con el latido en los pies y alas en el corazón.

En agosto, la fresca de la mañana en el monte, nada más salir de la casa, es indescriptible.
Parece querer decirme: “Respira, respira este aire ahora, con olor a jazmín, a romero y a tierra húmeda, que la tarde ya se encargará del perro muerto y del poniente”.

Y lo respiro con avaricia, porque sé que solo son unos instantes de magia, hasta que mi olfato se acostumbre al exterior.
Cuando ya no se aprecia el aroma, ya estoy lejos y el cielo ya es azul y los luceros… bueno, ahora ya no quedan luceros.

Al rato, el sol que acaba de salir se empeña con fuerza en ser todo lo que miro y empieza a repintarme en la cara las patillas de las gafas;
Cuando subo a casa por la tarde, aunque ya no las llevo puestas, parece que aún están ahí.

Siempre se ríen por eso. Y yo, siempre me río...bueno, casi siempre.

Se guarda el rifle en el armario, se lavan las manos y la cara sucia y se pone uno a merendar hasta que llegue la hora de ir a la piscina, saltando de la bici al bocadillo depositado en el mármol, y del mármol a la bici a perseguir al perro, a la prima, al enemigo imaginario…

Y mientras, entre bocado y bocado, siempre se encuentra un hormiguero donde dejar caer algunas migas…

O un avispero…

Y así todo...no es más que otra de esas tardes de verano, en las que la mayor ocupación es aburrirme por no tener nada que ver, ni hacer.


gm2010



6 de diciembre de 2010

EL RITUAL DE OCTAVIO




05:30

El roñoso despertador sonó exactamente tres veces en la vieja buhardilla.

Octavio alzo el brazo y apago la alarma encontrándola hábilmente en la oscuridad de la habitación.
Aun no había amanecido, pero Octavio acostumbraba a dormirse pronto y a madrugar mucho.

No era por su trabajo, no trabajaba en nada concreto.
Simplemente era su costumbre.
Así había sido siempre desde que podía recordar.

Encendió la luz, apretando la perilla situada en la cabecera de la cama y una sola bombilla, sin lámpara, ilumino la pequeña y pobre estancia.
Esta consistía en una vieja cama donde ahora permanecía sentado mirando sus zapatillas al pie de la misma, una silla de esparto desvencijada, un pequeño armario ropero donde guardaba su escaso vestuario, una palangana con pie y agua limpia, y colgado enfrente de esta, un espejo ovalado con un marco de plástico barato.

Al pie de la silla se encontraba lo más valioso que Octavio poseía:
Una caja de herramientas, repleta de utilería que utilizaba normalmente para sus chapuzas callejeras.

Octavio vivía hacia tres años en la misma pensión y ninguno de los clientes conocía exactamente a que se dedicaba y de que se sustentaba, aunque rozaba ya una edad mediana, pero pagaba religiosamente cada primero de mes, no ocasionaba molestias y su comportamiento era prácticamente ejemplar.

Doña Elvira, la dueña de la pensión “El viajante” no tenia en absoluto queja de él;
Es mas, le agradaba que fuera callado y huraño.
Ella ya estaba mayor para discusiones o problemas y Octavio era prácticamente un fantasma en la pensión.
Nunca trajo una mujer, nunca vino borracho, nunca discutió con nadie…¿que mas se le podría pedir?. Así que Doña Elvira estaba completamente satisfecha de su inquilino..

“ Un Señor, con todas las palabras” se le oyó decir en muchas ocasiones.

05:45

Octavio salió de su habitación, como cada mañana, y se dirigió al final del pasillo donde se encontraba el baño, sosteniendo en sus manos una pulcra y plegada toalla y los enseres para afeitarse. En una hora tan temprana no era habitual cruzarse con ningún otro inquilino y eso le gustaba.
Odiaba tener que esperar en la puerta a que otro saliera.

Entro al baño, abrió y cerró el pestillo por tres veces – una costumbre – y procedió a desnudarse del pijama, dejándolo perfectamente plegado para la noche siguiente y se introdujo en el plato de la ducha.
Siempre se duchaba con agua bien fría que le despejaba y refrescaba, daba igual verano que invierno y aprovechaba para afeitarse allí mismo sin espejo, con movimientos monótonos y certeros, quedando perfectamente rasurado.

06:00

Abrió la puerta de su estancia, ya seco y vestido solo con su albornoz.
Depositó el pijama con esmero en la silla e hizo la cama con rápidos movimientos mecánicos.
Se lavó los dientes en su habitación, utilizando la palangana con agua, mirándose fijamente al espejo.
Siempre pensó que este era un acto demasiado íntimo y asqueroso para hacerlo en el baño que también usaban los demás inquilinos.
Se vistió de calle con su traje marrón, agarró su caja de herramientas y se dirigió,
en silencio, a la cocina.


06:30

Doña Elvira, sabedora de la costumbre madrugadora de Octavio ya estaba cocinando un par de huevos revueltos y dos tostadas. A fin de cuentas, era un buen inquilino y ella dormía pocas horas…y en el alquiler entraba el desayuno.
En el fondo no le importaba madrugar un poco más para complacerle y mantenerle a gusto en la pensión.
“Buenos días Doña Elvira”, “Buen día, Don Octavio” era realmente el único dialogo que mantenían cada mañana.

El desayunaba en silencio y ella prefería no molestarlo.

Doña Elvira le sirvió los huevos y las tostadas en un plato sin cubiertos.
Octavio se inclinaba desde la silla donde estaba sentado en la mesa de la cocina, abría su caja de herramientas y sacaba su propio cuchillo y tenedor.
Doña Elvira deposito un limón encima de la mesa y con una sonrisa fugaz se marcho a las labores del resto de la pensión, dejando a Octavio solo en la cocina.
Este, con su propio cuchillo partió el limón por la mitad y exprimió su jugo en un vaso de agua con azúcar, para acompañar el frugal desayuno.
Recogió el plato y el vaso usado, los fregó y los dejo secándose en el fregadero.
Lavó con esmero su cuchillo y tenedor y los volvió a depositar en la caja de herramientas.

Agarró ésta por su asa de plástico y salió a la calle.

07:15

Caminaba siempre por las mismas calles, efectuando cada mañana el mismo recorrido.

Primero desde la puerta de la pensión a la callejuela de la tienda del mercero y de allí tomaba el desvío hacia la plaza; Después giraba hacia el colegio y en la siguiente esquina entraba en la plazoleta del bar, que rodeaba la iglesia.


07:50

Pensó muchas veces en cambiar el recorrido porque en la puerta del colegio los niños
– esos pequeños diablos – se burlaban de el.
“ Octavio, Octavio, el loco del barrio” le decían gritando con sus vocecillas de pajaritos y corriendo alrededor de el, tocándole y ensuciándole la chaqueta.
El los perseguía hasta alcanzarlos y tocándoles en el hombro les decía:
“tú la llevas“ y entonces los pequeños mocosos se reían y le cantaban la canción mientras iban entrando, como pequeños terremotos, por la puerta del colegio.

En eso consistía el ritual de cada mañana.
Pero el mero hecho de pensar en caminar por otras calles le incomodaba y este, a fin de cuentas, era el recorrido mas corto.

08:30

Al cruzar la plazoleta de la iglesia siempre se encontraba con Álvaro, (el basurero), que después de su turno de noche se desayunaba unos cuantos cafés con coñac en el bar de Paco, antes de irse a dormir.

“Álvaro el borracho” –pensaba siempre que lo veía -.

Tenia la maldita costumbre de dirigirse a Octavio como si éste fuera un retrasado diciéndole invariablemente - “¿Que pasa Octavito, a trabajar a la iglesia? – y dándole un par de cachetes en los mofletes le repetía como siempre – “ Ay! Este Octavito, cuando tendrás un trabajo de verdad, como los hombres…Ya te invitare a un coñac cuando seas mayor” – y riéndose le daba la espalda y se volvía a la puerta del bar, donde Paco le estaban sirviendo el siguiente carajito, riéndole por compromiso la gracia a Álvaro, pero en realidad, Paco sentía pena cuando veía a Octavio.

Y Octavio odiaba a Álvaro, sobre todo por que le tocaba la cara, con esas manos sucias que olían tanto a basura…

Pero en realidad, nunca le contestó nada. Ni media palabra.


09:00

Puntualmente, como cada mañana, llego a la plazoleta de la iglesia y se sentó en el banco que hay justo en la entrada de los portones.
Allí, algunas viejas le daban alguna limosna, otras personas lo llamaban para reparar una tubería, un cerrojo o cualquier otra chapuza que surgiera. Podría decirse que era su oficina al aire libre.
A Octavio le gustaba estar allí, sentado.
Esperando a que lo llamaran a hacer cualquier trabajo a cambio de unas monedas.
Y con las limosnas y esta ocupación, prácticamente se ganaba un dinero todos los días.

A las 13:30, después de la ultima misa Don Cristóbal, el párroco, salía a hablar unos minutos con el y le ofrecía un bocadillo, nunca dinero.

Le preguntaba por como le había ido la jornada, que cuando buscaría un trabajo de verdad ya que era tan hábil con las manos, que si quería ayudarle en misa…pero Octavio era muy parco en palabras y Don Cristóbal se cansaba pronto de este monólogo, ya que prácticamente Octavio contestaba solo con un “si” o un “no”.
A Octavio no le gustaban mucho los curas, pero éste al menos le daba de comer.

Cuando el párroco se marchaba, Octavio miraba un rato a las palomas mientras picoteaban algunas migajas del pan marrón que les había arrojado y echaba una cabezada hasta la tarde, si no es que alguien le reclamaba para algún trabajo.
Guardando celosamente su caja de herramientas bajo los pies solía pensar que era una de aquellas palomas que volaban a su alrededor, hasta que le entraba sueño.

Y entonces, soñaba;

Soñaba que era una paloma, grácil, blanca, pero con una mancha negra en la cabeza, cosa que le hacia pasar mucha vergüenza delante de sus compañeros inmaculados.

Pero al final, le daba igual porque se sentía libre.
Y entonces volaba, muy rápido;

Se marchaba lejos volando sin parar, hasta perderse de vista en la lejanía.

Y después, en su sueño, se transformaba e imaginaba que todas las personas que andaban por la tierra eran palomas negras y él…

…él era una gran nube blanca, que se dirigía apresuradamente a lo más alto del cielo.


18:00

Se despertó sobresaltado cuando una moneda le dio de pleno en el rostro.
Miró a la anciana que se la había arrojado y que se alejaba ranqueando de una pierna. Pensó que no lo hizo a propósito y no se enfadó.
Agarró la moneda de 20 céntimos del suelo y se la guardó en el bolsillo junto con el resto de la calderilla.
Hoy había sido un mal día.

Nadie llamó para trabajar y apenas tenia 15 euros en el bolsillo.
Dio por terminada la jornada, cogió su caja de herramientas y se dispuso a marcharse.

Al ponerse de pie, se dio cuenta de que se había orinado encima y eso le hizo apresurar el paso.
Ciego de vergüenza, rabioso y sin levantar la vista del suelo para no ver a nadie, llego un poco antes de lo habitual a la pensión.

19:15

Octavio tuvo suerte.
Cuando cruzó la puerta no le vio nadie.
Doña Elvira estaba en la cocina de espaldas...
Los demás inquilinos pululaban por sus habitaciones distraídos en sus quehaceres y tampoco lo vieron.

Se encerró en su cuarto aliviado y apestando a orines.
Maldiciendo por su falta de continencia, se quitó el pantalón y la chaqueta.
Los tiró al suelo con rabia.

Ya desnudo, se frotó con la toalla y con el agua de la palangana todo el cuerpo hasta enrojecerse la piel.
Ahora no era momento de ducharse. Habría sido algo completamente inhabitual. No…no era conveniente. No era posible.
Alguien podría verle y preguntarle, y entonces…¿Qué diría? – “Ah, no pasa nada, es que me he meado encima” –

No... No podía ser.

20:00

Aun mojado, se puso el pijama que estaba sobre la silla, se sentó sobre la cama y apago la luz de la perilla.
Estuvo bastantes minutos en silencio, sentado en la oscuridad, como haciéndose un examen de conciencia.
Cualquiera que no lo conociera y pudiera verle en ese momento incluso pensaría que estaba rezando.

Pero no rezaba.

Octavio hacia muchos años que dejó de rezar y de creer en Dios.
Los mismos, que Dios dejó de creer en Octavio.

Se tumbó en la cama y se tapó.
Le llegó cierto olor a orín que le desagradó bastante, pero ahora ya nada se podía hacer.
Cruzó los dedos sobre el pecho y cerró los ojos.
Pronto comenzó a soñar
Se volvió a ver como una paloma…

Pero esta vez, la mancha negra estaba entre las piernas.

*************

05:30

El roñoso despertador sonó exactamente tres veces en la vieja buhardilla.

Octavio alzo el brazo y apago la alarma encontrándola hábilmente en la oscuridad de la habitación.
Encendió la luz, apretando la perilla situada en la cabecera de la cama y una sola bombilla, sin lámpara, ilumino la pequeña y pobre estancia.

Pero Octavio no se levanto enseguida.
Se quedo mirando el techo durante unos minutos y se imaginó que se resquebrajaba, primero, con una pequeña grieta que partía de una esquina. Luego todo el techo era una raja inmensa, que dividía la estancia en dos.
Pero solo se lo imaginaba.
Sonrió, se sentó en la cama, se acopló las zapatillas y se puso en pie.

Miró el despertador…y le dio una patada con todas sus fuerzas, estampándolo contra la pared, convirtiéndolo en un montón de muelles, pilas y plastiquitos fragmentados.

Sonrió de nuevo.


05:45

Octavio salió de su habitación, como cada mañana, y se dirigió al final del pasillo donde se encontraba el baño, sosteniendo en sus manos una pulcra y plegada toalla y los enseres para afeitarse.
Entro al baño, abrió y cerró el pestillo por tres veces – una costumbre – y procedió a desnudarse del pijama tirándolo como un trapo al suelo.
Aun olía a orín.

Abrió el grifo del agua caliente hasta que salió vapor y se introdujo en el plato de la ducha.
Se froto con jabón enérgicamente todo el cuerpo hasta quedar medio escaldado.

Cogió la cuchilla de afeitar y se afeitó.
Pero esta vez, todo.
La cara, el pecho, las piernas, los brazos, el pubis, la cabeza y las cejas.
No dejo en su cuerpo ni rastro de un solo pelo negro.

Cerró el grifo, tiró la cuchilla al suelo, se puso el albornoz y salió del baño.

06:00

Abrió la puerta de su estancia, ya seco y vestido solo con su albornoz.
Se quedó mirándose largo rato en el espejo de su habitación.
Poniéndose de frente, de perfil, mirándose detrás de la cabeza rapada… Y se sonrió.

Abrió su apreciada caja de herramientas que permanecía junto a las patas de la vieja silla y buscó hasta hallar una tenaza. Volvió a mirarse al espejo.
Realmente se gustaba con su nuevo aspecto.

Se llevó la tenaza a la boca y se arrancó los dientes uno a uno, despacio, sin emitir un gemido siquiera.

Cuando acabó con el último diente, con toda la boca ensangrentada y el albornoz empapado en sangre se volvió a mirar al espejo y se sonrió.
Pero esta vez no le gustó su sonrisa.

Decidió no sonreír nunca más.

Tiró el albornoz, como un muñeco roto, encima de la cama aun deshecha.
Se vistió de calle con su traje marrón que apestaba a orines, agarró su caja de herramientas y se dirigió, en silencio, a la cocina.


06:30

Cuando Octavio entró en la cocina Doña Elvira estaba de espaldas, cocinándole el desayuno.
Octavio se sentó en la silla y murmuro un “enos diaz” que salio así de su boca desdentada.
Doña Elvira no se giró, ocupada como estaba y le devolvió el saludo educadamente, pero continuó con su labor.
Ya estaba el desayuno casi listo.

Octavio se inclino hacia su caja de herramientas, a sus pies como cada mañana, pero en vez de buscar su cuchillo y su tenedor, sus manos se aferraron a un martillo enorme con mango de madera y cabeza roma por un lado y saca-clavos por el otro.
Octavio se puso en pie, sin apenas hacer ruido.

En dos pasos estaba detrás de la dueña de la pensión que seguía de espaldas sin percatarse de nada.
Octavio levanto el martillo por encima de su cabeza con todo el brazo estirado y descargó un golpe terrible en la base del cráneo de la mujer, con la parte roma del martillo.
Sonó raro, pensó.
Como cuando se revienta una sandía.

Lo cierto es que, cuando Doña Elvira tocó el suelo con el cuerpo, ya estaba muerta.

Octavio se la quedó mirando largo rato allí de pie, con el martillo chorreando sangre y al tiempo escuchando, por si alguno de los otros inquilinos hacia algún movimiento.
No oyó nada.

Respiró fuertemente por la nariz.
La boca la tenía prácticamente pegada por la sangre coagulada y le costaba tragar.
Pensó que era un mal menor ya que nunca más habría de lavarse los dientes.

Escupió un trozo de sangre y se limpió la boca con la manga de su traje marrón – orín.

Se acercó a su caja de herramientas y guardó el martillo lleno de sangre seca.
Empuño su cuchillo y se lo clavó en el pecho a la ahora fallecida Doña Elvira.
Con dos movimientos certeros la abrió en canal, a la altura del corazón, se lo extrajo con unos pocos y limpios cortes y lo puso sobre la mesa.
Agarró los huevos aun calientes en la sartén y las dos tostadas, se sentó de nuevo en la silla y con el cuchillo que aun mantenía en la otra mano partió el corazón por la mitad…

…y exprimió su jugo en un vaso de agua con azúcar, para acompañar el frugal desayuno.

Recogió el plato y el vaso usado, los fregó y los dejo secándose en el fregadero.
Lavó con esmero su cuchillo y tenedor y los volvió a depositar en la caja de herramientas.
Agarró ésta por su asa de plástico y salió a la calle.


07:15

Octavio recorrió, como cada mañana, las mismas calles que a estas horas estaban casi desiertas.
No se cruzó con nadie y pensó que tenía suerte, ya que su aspecto llamaría mucho la atención.
Y no pensó que fuera por su traje marrón, en el que la sangre seca se disimulaba muy bien, si no por su nuevo corte de pelo al cero.
“Vaya, como se nota ahora el frío”

Paró un instante para abrir la caja y sacar su cuchillo que deslizó y ocultó hábilmente por la manga de la chaqueta.

Se puso la mano en la cabeza y aceleró el paso.

07:50

En la puerta del colegio los niños se arremolinaban jugando al “tú la llevas”.
Pero por un momento todos dejaron de correr en cuanto vieron aparecer calle arriba la figura de Octavio.
Cuando llego a la altura de los niños, estos, que le miraban incrédulos la cabeza rapada que se afanaba en ocultar, comenzaron a gritar de júbilo y a reír.
Lo rodeaban cantando “Octavio, Octavio, el loco del barrio” y “Ahora se ha pelado y parece un atontado”, y le tiraban de la chaqueta mientras cantaban y corrían a su alrededor.
Octavio aceleraba el paso, pero los niños eran como un enjambre rodeando un panal.

Uno de ellos, el que cada mañana le perseguía, le golpeó en el hombro y le dijo “Tú la llevas”.

Octavio reaccionó como un felino desenfundándose el cuchillo con gran presteza de la manga de la chaqueta y le contestó “Te la llevas”, cortándole al niño limpiamente en la cara hasta la altura de la oreja.
Al principio el muchachito no reaccionó y se quedó petrificado en el mismo sitio donde había recibido la estocada, llevándose las manos a la cara.

Al notar que la lengua le salía por la mejilla se dejó caer de rodillas, tapándose con las manos…y comenzó a berrear.

Cuando los otros niños se dieron cuenta de que su amigo estaba sangrando en el suelo Octavio ya estaba por girar la esquina, y un segundo después había desaparecido de su vista.


08:30

Al cruzar la plazoleta de la iglesia Álvaro, ya salía del bar al verlo venir, con pasos ebrios ya a esas horas tan tempranas y a un par de metros de Octavio se detuvo, lo miró fijamente…y rompió en una sonora carcajada.

-“¿Pero, que te has hecho en la cabeza Octavito…?” – le dijo casi con lágrimas en los ojos por la risa. – “¡Chiquillo, si parece que te han rapado en el Cotolengo!” le decía mientras se le acercaba y le miraba la cabeza llena de cortes.

Precisamente, por mirarle a la cabeza, no vio la punta que a Octavio le asomaba entre la mano y la chaqueta.

Pero si la sintió.

Octavio le había apuñalado hasta el mango con tanta fuerza que incluso uno de sus dedos penetraba en el estomago.

– “ Octavito…pero, pero.. ¿Que haces?” – alcanzó a decir mirando incrédulo
como uno de sus intestinos, de un extraño color azul blanquecino, se desbordaba de la profunda herida.
Octavio lo miraba directamente a los ojos y con un rápido y contundente movimiento de brazo, le abrió el corte hasta la altura del pecho.
De golpe, todo lo que Álvaro era por dentro salió al exterior en multitud de colores.

Solo se mantenía en pie por estar sujeto aun del brazo de su asesino.

Octavio miro hacia abajo y vio como las tripas se deslizaban como si tuvieran prisa por salir. Volvió a mirarlo a los ojos, que Álvaro casi tenia ya velados y le dijo con todo el desprecio que pudo: - “Hueles mal… hasta por dentro”-
Y sacó rápidamente el arma del cuerpo de Álvaro, que cayó inmediatamente al suelo como fulminado por un rayo.

Paco miraba espantado desde la barra lo sucedido.
Octavio también lo miró.

El camarero salio pausadamente de la barra sin quitar ojo a Octavio, que seguía mirándolo con el cuchillo en la mano mientras Álvaro yacía muerto al lado de sus pies.
Paco se acerco a la puerta del establecimiento, cerró muy despacio con llave y se quedo mirándolo, sin hacer ni un solo gesto, parapetado detrás del cristal.

Paco le gustaba. Era un buen hombre.
Octavio quiso saludarlo con una sonrisa, pero no pudo por la inflamación de boca y labios y en su cara solo se reflejó una mueca.

Quizás, volviera después al bar, Ya le explicaría entonces.
Seguro que lo entendería.

Escondió de nuevo el cuchillo dentro de la manga y se dio la vuelta.

En el suelo Álvaro ya no era Álvaro y junto a el se quedó la caja de herramientas de Octavio; Tan inmóvil como Álvaro.
Tan vacía de vida sin su dueño, como lo estaba ahora el puto basurero.

Comenzó a andar despacio, casi arrastrando los pies, hacia la iglesia.

A lo lejos, se oían unas sirenas.


09:00

Puntualmente, como cada mañana, Octavio llego a la plazoleta de la iglesia y se sentó en el banco que hay justo en la entrada de los portones.
Estaba muy cansado y estiró las piernas.
Hoy no había viejecitas limosneras. Bueno, si las habían, pero a lo lejos.

Distinguió a algunas de ellas en entre la gente que se arremolinaba en las puertas a varios metros de él y que estaban junto al párroco don Cristóbal.
Se había corrido la voz, pensó.
Los oía hablar, pero no entendía lo que decían. Tampoco es que le importara demasiado.

Octavio tenía la mirada turbia y oxidada, pero entrecerrando los ojos pudo ver como Don Cristóbal, en un alarde de valentía quizás, o posiblemente, empujado por la multitud se acercaba temeroso y encorvado, con las manos muy juntas al banquito
donde Octavio hacia esfuerzos por respirar con normalidad.

Deteniéndose a un par de metros el párroco le dijo –“ Octavio, hijo mío..¡Que has hecho por Dios!”-. Octavio giro la cara para mirarlo y le hizo un gesto con la mano para que se acercara.
Sorprendentemente el cura lo hizo y se sitúo justo detrás de él temblando de pies a cabeza. El olor a sangre, vísceras y orín que Octavio desprendía le hizo tener una arcada, pero se contuvo.

Octavio giro la cara completamente en dirección al viejo párroco y le dijo: -“mira cura, hoy no necesito tu bocadillo” – abriendo ampliamente la boca, mostrándole las encías deshechas en sangre y coágulos.

El cura se santiguó sin saber que decir.

Las sirenas se oían muy fuertes y justo cuando Octavio giró de nuevo la cara a la entrada de la plazoleta, aparecieron cinco coches de la Policía Nacional que entraban a toda velocidad por aquella angosta plaza.

Inmediatamente después de que se detuvieran a varios metros de Octavio y el párroco, salieron tres policías de cada vehiculo, armas en mano, y uno de ellos con un megáfono con demasiado volumen le gritó –“¡Vamos Octavio, tranquilícese y suelte al cura!” –

El párroco miro a Octavio.
Octavio miró al párroco.
Y como obligado por las circunstancias lo agarró por la pechera sacándose ágilmente de la manga el cuchillo, poniéndolo a pocos centímetros de la cara de Don Cristóbal.

-“ Por favor Octavio, no me hagas daño, no me mates Octavio, hijo..”- le rogó el cura.

-“ ¿Pero como le voy a matá hombre, con la de bocadillos que me ha dao?”- contestó categórico Octavio, soltando al párroco, poniéndose en pie.

Se separo del cura y comenzó a caminar pesadamente hacia los agentes, sin mirarlos,
lo que propició que algunos policías se decidieran actuar.

Oyó las detonaciones y pensó que en alguno de los pueblos cercanos debía de ser fiesta, por los artificios.
Extrañamente le comenzaron a temblar las piernas que apenas si conseguían mantenerlo erguido.

Se noto mojado por el cuerpo y pensó que se había vuelto a orinar encima…
“¡que vergüenza, delante de todos!”

Mientras caía atraído irremediablemente al suelo, pudo ver al párroco corriendo hacia los portones de la iglesia, levantándose las faldas como una vieja y le hizo gracia.
Cuando la cabeza de Octavio chocó contra el suelo, estaba sonriendo.

Esta vez, si pudo porque ya no le dolía.

De pronto se sintió muy cansado. Mucho.
Como cuando se quedaba mirando a las palomas y le entraba sueño;
Y pensó que era justo lo que pasaba; Se estaba durmiendo mirando a las palomas.
¡Y todo era en verdad como en su sueño!

Octavio ya no era capaz de distinguir que esos bultos negros que se le acercaban y le merodeaban eran agentes de policía.
Para Octavio solo eran palomas negras, que se arremolinaban alrededor del pan marrón que tantas veces les echaba.

Lo vio todo con una extraña perspectiva aérea y comprendió:
No eran más que palomas negras picoteando un pan, vestido con un traje marrón.

Esta vez la escena le pareció sucia, no como en su sueño…

No. Ya no le interesaba seguir viendo eso.
Ahora solo sentía deseos de marcharse… y volar muy lejos;

Y entonces, intuyó que lo que ocurría es que había dejado de ser Octavio;
Se convenció de que no era ese andrajo que yacía en el suelo cosido a tiros.

No, no…;
No podía ser…

Porque ahora se sentía tan sumamente libre…
…que comprendió que era porque se había convertido, con su último suspiro,
en una gran nube blanca que se dirigía apresuradamente a lo más alto del cielo…


…y desde ese instante, solo soñó con palomas.






gm2010